ZACATECAS



Un estallido en el estómago, unos grillos que aparecen en la orilla del estallido, una voz que se te graba en las células, una mirada que te enseña sobre la delicadeza, un placer compartido colectivamente como si la voluntad del sueño por alguna vez fuera realmente común. Unos caminos tortuosos. Un humor juguetón, ensortijado. Un público fiel, hambriento y generoso en su escucha, una familiaridad tan conocida desde todas las primeras veces, una voz que se desliza como las lenguas de fuego y permite que esa pequeña torre de babel sea posible con los acentos entrelazados por las miradas y la confianza. Es extraño volver a viajar donde no soy tan extranjera, donde me encuentro como unas maneras, unas formas, tan propias, tan fluidas, para mi costumbre, que no me exigen ningún cambio de código, que no me piden ningún diccionario de percepción, que no me brindan cierta soledad cultural, que se vive cuando se viaja por extranjeros muy extranjeros; no se, es bonito eso de percibir dos realidades, las dos formas del castellano las dos maneras de enamorar al otro; me acarició la palabra en Zacatecas, y mucho tiempo ha que la palabra no era tan carnal, tan colectiva, tan lugar, país, región, tan casa, tan cama, tan mesa. Oí un continente de palabras, oí un universo de lenguaje donde la vitalidad de los decires, articula un tejido imbricado, una urdimbre multicolor, políglota, universal, osada y valiente. Un tejido como leí en estos días, que muchos terremotos y catástrofes naturales y humanas se evitan gracias a los rezos de los monjes que con sus columnas de oración sostiene el cielo para que no se nos venga encima.
La América de cuentos en ejercicio, las voces confiadas, las razas políglotas.

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