ALGUNOS APUNTES SOBRE EL OFICIO QUE ENCONTRÉ Y AGRADECÍ

 


Citas narración

"En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer otra cosa—
pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo,
expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada
y encubierta, disfrazada de lo que no es." Mario Vargas Llosa.

APUNTES SOBRE LA DRAMATURGIA
EUGENIO BARBA

Llamamos dramaturgia a una sucesión de acontecimientos basada en una técnica que apunta a proporcionar a cada acción una peripecia, un cambio de dirección y tensión. La dramaturgia no está ligada únicamente a la literatura dramática, ni se refiere sólo a las palabras o a la trama narrativa. Existe también una dramaturgia orgánica o dinámica, que orquesta los ritmos y dinamismos que afectan al espectador a nivel nervioso, sensorial y sensual. De este modo se puede hablar de dramaturgia también para aquellas formas de espectáculo – ya sean llamadas danza, mimo o teatro – que no están atadas a la representación ni a la interpretación de historias. Existe entonces una dramaturgia narrativa que enlaza los acontecimientos y los personajes y orienta a los espectadores sobre el sentido de lo que están viendo.

Esto puede también unir formas y figuras que no cuentan historias pero que van devanando variaciones de imágenes. Y existe una dramaturgia orgánica o dinámica que apela a un nivel diferente de percepción del espectador, es decir su sentido cenestésico y su sistema nervioso. En realidad, cada escena, cada secuencia, cada fragmento del espectáculo posee una dramaturgia propia. La dramaturgia es una manera de pensar.

Es una técnica que nos permite organizar los materiales para poder construir, develar y entrelazar relaciones. Es el proceso que nos permite transformar un conjunto de fragmentos en un único organismo en el cual los diferentes trozos no se pueden ya distinguir como objetos o individuos separados. Podemos hablar de una dramaturgia global del espectáculo y una dramaturgia para cada actor, una dramaturgia para el director y una para el autor. Incluso podemos mencionar una dramaturgia para el espectador, que consiste en el modo en que cada espectador vincula lo que ve en el espectáculo a lo que pertenece a su propia experiencia y lo llena con sus propias reacciones emotivas e intelectuales.

La dramaturgia crea coherencia. La coherencia no significa necesariamente claridad. Es la complejidad que anima una estructura y permite al espectador llenarla con su propia imaginación e ideas.


Los materiales de actuación

La actuación trabaja y se constituye sobre tres tipos de relaciones:

1. Entre lo “visible” y lo “invisible”.
Entre el diseño exterior y lo mental, incluyendo en este último concepto las imágenes personales del actor y las motivaciones utilizadas para ejecutar la acción. Es un trabajo del actor sobre sí mismo, desentendido de la relación con los otros compañeros y el público. En este nivel el actor opera sobre su propia energía realizando las partituras de movimientos entre dos polos: forma vs precisión.-

2. Entre el actor y el espacio, el tiempo, los objetos, la música, el texto (en tanto que sonoridad a trabajar con la voz), los silencios, las luces, el vestuario y los compañeros de escena.
El actor trabaja su relación con “lo otro que está en escena”. Este plano de relaciones abarca la objetividad escénica y la textualidad (texto, hechos particulares de los personajes, historia en su totalidad) Es la relación que el actor entabla con otras realidades (objetos y sujetos) exteriores a su organismo psicofísico. El actor deberá realizar operaciones de transformación sobre estos objetos y sujetos, los que a su vez crearán tensiones y transformaciones en el propio actor.

La introducción de un accesorio en el espectáculo significa la presencia activa de un “compañero” (alguien/algo) que nos ayuda a reaccionar. Tengo que descubrir las “vidas” del objeto, sus múltiples utilizaciones, no sólo funcionales sobre la base del objeto mismo, sino sugestiones, invenciones, “encarnaciones” sorprendentes. ¿Cuál es su columna vertebral? ¿Cómo trabaja? ¿Puede marchar, bailar, volar, deslizarse? ¿Y su dinamismo? ¿Es veloz? ¿Puede hacerse lento? ¿Es pesado? ¿Puede volverse ligero? ¿Qué asociaciones nuevas puede despertar? ¿Cómo lo puedo manipular siguiendo la lógica de esas asociaciones? El objeto tiene “voz”. ¿Cómo hacer surgir sus potencialidades sonoras, cómo estructurarlas en melodías, en acentos que subrayen las acciones (1)?

Si le permitimos al objeto descubrir su libertad, su emancipación frente a nuestro control, obligamos a nuestro cuerpo/mente a estar totalmente presente, listo para reaccionar frente a las tareas más sencillas. No intentamos “expresar” algo. Intentamos sólo ejecutar, estar en la acción con toda nuestra presencia (2).

El actor deberá entonces enmarcar la objetividad (lo otro que está en escena) en esquemas ficcionales, en contextos narrativos o descriptivos, en los cuales actuará transformando esa objetividad y transformándose. La tarea del actor en este segundo nivel de relaciones no es sólo energética, sino esencialmente lingüística. Si el primer nivel es el dominio del cuerpo, este segundo nivel es el dominio del lenguaje.

Cuerpo y lenguaje son las dos riberas firmes que encauzan el fluir cálido y evasivo de la sangre de la actuación escénica (3).

Coincidimos con José Luis Valenzuela en que esa palabra, ese lenguaje es siempre del otro entendido como ese sistema de convenciones significantes que se nos impone y que regula la construcción de nuestro decir inteligible (4).

3. Entre el actor y su público.
El tercer nivel es el de la totalidad, es el tejido que revela patrones, matices, colores, dibujos; es la mina de la cual cada espectador va a extraer los significados. Es el nivel en el cual hay una elaboración precisa por parte del bailarín/actor para crear imágenes, asociaciones en el espectador, para dirigir su (a)tens(c)ión hacia perspectivas inusuales o inesperadas (5).

Es en este nivel donde aparece la significación y donde el actor seduce al espectador, lo hace reaccionar, lo induce a pensar, se transforma en la causa de su deseo.
Cenestesia (del griego koiné, común y áisthesis, sensación), etimológicamente significa sensación o percepción del movimiento. Son las sensaciones que se trasmiten continuamente desde todos los puntos del cuerpo al centro nervioso de las aferencias sensorias. Abarca dos tipos de sensibilidad: la sensibilidad propiamente visceral (“interoceptiva”) y la sensibilidad “propioceptiva” o postural, cuyo asiento periférico está situado en las articulaciones y los músculos (fuentes de sensaciones kinestésicas) y cuya función consiste en regular el equilibrio y las sinergias (las acciones voluntarias coordinadas) necesarias para llevar a cabo cualquier desplazamiento del cuerpo.


 

DRAMATURGIA Y NARRATIVA. ALGUNAS FRONTERAS EN EL CIELO :: POR MAURICIO KARTUN

 

Vivo y trabajo desde hace treinta años en un territorio incierto e inefable: el del texto teatral. Un lugar cuyos límites comprimen y cuestionan desde siempre sus potencias vecinas: la narrativa y la actividad escénica. Cierta vuelta de algunas formas del teatro a la narración, a la rapsodia, han abierto algunas esperanzas de amnistía. No me hago demasiada ilusión. En su condena semántica todo confín confina. Y he quedado del lado de adentro de esta comarca mediterránea. Sin mar. La dramaturgia es la Bolivia del territorio literario. Por suerte nos queda de vez en cuando volar. O darse unas vueltitas cada tanto por el borde de esos campos de al lado a ver qué se roba. Y disfrutar –claro- como cualquier habitante de frontera de pararse en la línea del límite y soñar que no se está en ningún lado. Tal vez no haga falta ponerse en puntas de pie. En su estrafalario concepto, en su etimología paradójica, la voz Límite: en el latín “Limes” («limus», atravesado): “sendero entre dos campos” instala la existencia fantástica de un tercer espacio inter (y extra) fronteras. Un espacio público, ácrata e impropio en el sentido literal. Un callejón sin dueño entre dos propiedades. Es desde ese pasillo semiótico que buscan vagar estos comentarios. Reflexiones de un flaneur desde ese sendero apátrida que existe y que no existe. Mirando a veces para un lado, a veces para el otro o perdiendo la mirada en esa calzada metafísica. Ojo, nada trascendente. Al fin y al cabo se trata de arte. Nada demasiado serio.

La diáspora

Expulsados del territorio escénico por el poder del soporte performático, algunos autores desaparecieron en el desierto. Otros mutamos a director y en el serpenteo converso encontramos la manera de sobrevivir en él. Perseguidos desde siempre en el campo de las letras, los últimos Premios Nobel – Fo, Jelineck y Pinter- nos han extendido apenas un limitado y fugaz salvoconducto. Ha quedado lejos en el tiempo el visado shakespereano, aquel prestigio que alguna vez brilló sobre el género. Tras veintitrés siglos de monopolio en la tarea esta de contar una historia que entretanto se vea, el nacimiento del cine y luego la televisión pusieron en franca crisis su lenguaje. Creo en el fondo que nada le ha venido mejor al teatro: en su omnipotencia creativa, sentado sobre los laureles, no venía haciendo otra cosa que repetirse de manera algo idiota. Tal vez porque no tuvo más remedio o tal vez porque el diablo sabe por viejo, dividió en la quiebra el territorio con inteligencia: se quedó con el mecanismo de condensación y la voluntad poética, le cedió al cine el relato, el “cuentito”, y el plato con los restos que quedaban del viejo festín, unos pedazos fieros de costumbrismo, se los dio a comer a la tevé que se los tragó golosa. Y le presto sus artistas -sus juguetes- a los nuevos hermanos para que jugaran con ellos. Actores, directores y dramaturgos recibimos el pasaporte múltiple. Ciudadanos de la Comunidad Audiovisual. Pero nada es gratis. Por esa triple nacionalidad los escritores pagamos su precio. Condenados por el cine al anónimo estado de guionistas, degradados por la tevé a la sufrida casta de dialoguistas, el antiguo territorio del poeta dramático se ha ido cerrando más cada vez. No la pasamos mal de todos modos aquí adentro: los países diminutos se permiten leyes y licencias que no todos. Recorro encerrado pero feliz los muros del sistema. Y en el placer inefable de todo caminante aprovecho las sombras cada tanto y les meo a los vecinos la pared.

Los territorios de la palabra

La frontera más popular. Allí la narrativa y la poesía construyendo desde su herramienta más poderosa: el lenguaje literario, la retórica. Aquí la dramaturgia. Ese chatarrero que hace fortuna con el deshecho: la materia coloquial. Tal vez por eso el descrédito ¿cómo podría hacerse algo digno procesando lo indigno, lo vulgar, aquel sonido monótono que nos acompaña por la vida? El diálogo es residuo puro. Materia despreciable. En el instante mismo de ser proferido cambia su condición conducente por la de basura. Tal vez por eso, por su paso tan fugaz por lo útil, por lo profano, se vuelve en manos del poeta, en sus procedimientos, inmejorable materia sagrada.

Déjenme ponerme duchampiano: como cualquier ready made la materia coloquial exige un procedimiento de exposición que la vuelva arte. Es en el marco de la galería, las luces y el vernissagge que el orinal se vuelve creación. Donde puede ser visto tras el roto cristal de la costumbre al decir de Proust. La pieza teatral es el lugar en que los autores exponemos mingitorios. Vueltos hacia abajo, recortados, coloreados, la dramaturgia no hace en su procedimiento otra cosa que la que hace la poesía: una concentración de lenguaje. Solo que el nuestro no tiene valor hasta que la luz de la galería lo ilumina. Y agrega a esa extravagante economía de materia prima su virtud más preciosa y menos vislumbrada: la riqueza melódica, conceptual y rítmica de su estructura polifónica: la convivencia en una misma unidad textual de una variedad de voces que hacen de todo gran texto teatral además una secreta sinfonía. Aquello que el dramaturgo escucha y arma luego en su rara partitura. Eso que Schiller provocaba a los gritos: “La percepción se verifica en mí primeramente sin objeto claro y definido; este se forma más tarde. Un estado de alma musical le precede y engendra en mí la idea poética”. solo se trata de disposición musical. La dramaturgia es oreja pura.

Los territorios de la cabeza

La novela cuenta acontecimientos desde una conciencia. La dramaturgia cuenta una conciencia desde los acontecimientos. Un mecanismo inverso y especular. Ciertamente vulgar si lo pensamos desde la acción cotidiana: acontecer es un acto que realizamos nos guste o no y en cambio tener conciencia es algo que practicamos más bien poco. Es raro y extranjero sin embargo si lo miramos desde el hacer de otras escrituras. Si la poesía y la narrativa son la diestra del acto literario, los dramaturgos somos los zurdos del aula. Los cerebros en espejo que al intentar hacer lo mismo hacen otra cosa con otra parte del cuerpo. Y sin metáfora alguna. Ya veremos. Nadie ha definido mejor que Nietzche esta insólita desviación: “Es poeta aquel que posee la facultad de ver sin cesar muchedumbres aéreas vivientes y agitadas a su alrededor; es dramaturgo el que siente además un impulso irresistible a metamorfosearse él mismo y a vivir y obrar por medio de esos otros cuerpos y esas almas… Verse a sí mismo metamorfoseado ante sí y obrar entonces como si realmente se viviese en otro cuerpo con otro carácter”. Verse a sí mismo ante sí: la gran paradoja del autor teatral. Metamorfosearse y vivir por medio de otros cuerpos: su perversa pulsión travesti. El intrincado mecanismo de la creación dramatúrgica puede ser expresado en una acción de sencillez pasmosa: una improvisación imaginaria, en la que somos a la vez soñadores y soñados, percibida por todos los sentidos a través de un cuerpo ajeno y registrada en forma de palabra escrita. Así de simple y de complejo: un sistema creador en el que –parafraseando a Tristán Tzara- el pensamiento se hace en la boca.

Los estados unidos del soporte

Territorios ajenos y propios. Deslindes. Fronteras. La región misma de la actividad teatral es un rompecabezas de fragmentos encastrados. Como en cualquier geopolítica: es inútil hablar de estados si no se los identifica primero en un mapa. Aquí el atlas:

El estado de Representación. He ahí el fin último del acto teatral. Tomémoslo por cierto aunque veremos luego que siempre habrá un más allá. Representar. En su prefijo el término expresa la acción con elocuencia: re-presentar, presentar otra vez. Eso hacen los cómicos, vamos. ¿Pero presentar qué? ¿Cuál es ese presente (ese regalo encintado y con tarjeta) que se vuelve a exhibir aparatosamente cada vez? El texto teatral, claro. Sobre esa presenciatrabajamos los dramaturgos. Ese es nuestro arte-facto y nuestra condena (aunque la materia prima sea otra como ya vimos) y es ese nuestro territorio más conocido. Presentar y representar. Tenemos hasta acá dos naciones y el mundo parece haberse acabado. Pero basta seguir en esta psicótica pesquisa de pre-fijos y ese área misma del pre-sentar se divide también a su vez implicando antes a ese pre, y ahora a ese sentar que aparece de esta forma entonces al fin como origen, como caos inicial, como primitiva tierra sin dueño. La tercera nación. La del Sentar: el acto virtual e imaginario -según el Diccionario de la Real Academia-, de “dar por supuesta o cierta alguna cosa”. Y es eso, claro, lo que hacemos ante todo: dar algo por cierto, que por cierto no lo es. Y convencer a todo el resto de que sí. Y es en esa construcción original: la ficción, donde los territorios de la narrativa y la dramaturgia se funden, pierden límite político (al fin y al cabo un vulgar acuerdo de hombres) para instalar el territorio común, libertario, subversivo y gozoso del gran mecanismo creador: la mentira. De la farsa, la tramoya -si queremos llamarlo como lo hacemos de este lado del confín-, del cuento, la fábula, si queremos nombrarla en el lenguaje del otro. El mito. La mentira: la única forma sagrada, al fin y al cabo, que puede alcanzar la verdad. Farsantes, tramoyistas, cuenteros, noveleros, fabuladores: la mentira es el origen de sangres que junta a las dos hordas. Que las apasiona en un furor común, esta compulsión genética de embaucadores: colonizar a cualquier precio el cuarto y último territorio: el definitivo -nuestro asalto al cielo-: el soporte final: la cabeza de la víctima. Del ingenuo (espectador o lector según sea el esfínter que guste ofrecer a la violación). Ese que entrega candoroso su comarca –su cuerpo- a la horda okupa. Así es: dramaturgos, narradores: el soporte último de la manufactura, del gatuperio, es el mismo: la cabeza del otro. Su imaginario extorsionado por el poder de la emoción, confundido por lo categórico de los conceptos o mareado por la hipnosis de la identificación. Cuál es la diferencia entonces: apenas operativa: cómo entra, cuál es su caballo de Troya: si un sistema de signos cerrado y preciso (la palabra escrita) o uno abierto, incierto, encarnado y desmultiplicado en el complejo discurso del cuerpo y el espacio, el teatro. En todo caso: siempre se trata de hablar. Siempre habrá una voz. Personificada habitualmente -en los caracteres del teatro o en la primera persona o las escenas de la narrativa-, o más descarnada (si tal cosa fuera posible en el imaginario) en la tercera persona del relato o en el narrador de muchas obras teatrales. O sea: lo mismo: un sistema que para embaucar se vale delpersonaje (y hago aquí fanfarrón los créditos correspondientes que honran a la casa: Personaje, de Personare: la máscara con bocina con que vociferaban los caracteres de la tragedia griega). Cómo y en qué entramos a esa otra región a colonizar. He ahí la verdadera diferencia. Y cómo impone una vez adentro cada uno su discurso de poder. En un ejercicio de cinismo básico todo creador sabe que cualquier obra creada muestra sus méritos en un mecanismo doble: sus virtudes estéticas y poéticas por un lado y su capacidad comunicadora por el otro: su condición de entretener, de tener entre al receptor y sostenerlo contra la superficie comunicante en contacto franco, gozoso y extendido. Y en eso cualquier literato –narrador o poeta- nos lleva a los dramaturgos una ventaja inefable: el libro puede ser dejado y retomado y vuelto a dejar y retomar según las fuerzas de la víctima y su deseo perverso de ser engañado se lo reclamen. En el teatro el duelo es a matar o morir: no sólo es inmensamente más difícil mentir mirando a alguien a los ojos; es un esfuerzo más tremendo aun el de conseguir que el espectador esté ahí durante todo el tiempo que la mentira requiera. Dramaturgia: de drama: gente en acción. Tal vez se pueda al fin entender desde allí el porqué del mecanismo este inseparable de lo teatral, del conflicto: la única manera en realidad de inmovilizarlo durante el tiempo que el soporte necesita para desarrollar completa su mentira. Como la avispa que mantiene viva y narcotizada a la araña mientras sus huevos crecen protegidos en el interior de la cautiva, la progresión hace al espectador víctima de su propia debilidad: la expectativa. Y es allí embotado que lo inyecta de sentido con el verdadero y más oculto fluido constructor del texto teatral. La verdadera carne de su corpus. Eso de lo que Aristóteles no habló: la digresión: La jeringa que insemina a la bestia –el público- con el pasado y la extraescena que aludidos de manera velada crecen en la cabeza de ese receptor consiguiendo el milagro: que cualquier buena obra teatral asistida por un imaginario lo suficientemente desbocado se transforme en esa cabeza tomada en una novela. No es al fin y al cabo una obra teatral otra cosa: el lugar de confluencia y condensación de las imágenes de una novela a la que un recorte -su discurso- refiere siempre metonímicamente. La parte visible de un iceberg –por tomar la vieja metáfora- que mantiene presente en nuestra imaginación aunque ausente en nuestros ojos a esa otra parte sumergida que nos va creciendo adentro, alimentándose de nuestras propias imágenes y volviéndose la verdadera materia de la recepción. Texto teatral o novela. Las fronteras al fin y al cabo se borran cuando llega cada una al territorio en disputa. El cráneo de la víctima. Su mollera. El cielo de los creadores de ficción. El único lugar al fin y al cabo donde la trascendencia se materializa. Y allí arriba –como suele decirse- somos todos iguales.

1. Cuando un escritor escribe una novela, debería crear a gente viva; personas, no personajes.
2. Escribe frases breves. Comienza siempre con una oración corta. Utiliza un inglés vigoroso. Sé positivo, no negativo.

3. A veces, cuando me resulta difícil escribir, leo mis propios libros para levantarme el ánimo, y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi imposible escribirlos.

4. Las personas de una novela, no los personajes construidos con habilidad, deben ser proyectadas desde la experiencia asimilada del escritor, desde su conocimiento, desde su cabeza, , desde su corazón y desde todo lo suyo.

5. Quería escribir como Cezanne pintaba. Cezanne empezaba con todos los trucos. Después destruía todo y empezaba de verdad.

6. Evita el uso de adjetivos, especialmente los extravagantes como “espléndido, grande, magnífico, suntuoso”.

7. Por el amor de cristo, escribe y no te preocupes por lo que los muchachos dirán, ni de si será una pieza magistral o qué.

8. Seriedad absoluta en lo que se escribe, es una de las dos necesidades categóricas. La otra, por desgracia, es el talento.

9. Mi tentación siempre es escribir demasiado. Lo mantengo bajo control para no tener que cortar paja y reescribir. Los individuos que piensan que son genios porque nunca han aprendido a decir no a una máquina de escribir, son un fenómeno común.

10. Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento personal o impersonal.

11. El don más esencial para un buen escritor es un detector de mierda interno, a prueba de choques. Es el radar del escritor ytodos los grandes lo han tenido.

12. Un escritor de nuestro tiempo tiene que escribir lo que no ha sido escrito antes o superar a los escritores muertos en lo que hicieron. La única manera en que puede decir cómo va, es compitiendo con los hombres muertos… Pero la lectura de todos los buenos escritores podría desanimarlo. Entonces debe ser desanimado.
13. Para escribir me retrotraigo a la antigua desolación del cuarto de hotel en el que empecé a escribir. Dile a todo el mundo que vives en un hotel y hospédate en otro. Cuando te localicen, múdate al campo. Cuando te localicen en el campo, múdate a otra parte. Trabaja todo el día hasta que estés tan agotado que todo el ejercicio que puedas enfrentar sea leer los diarios. Entonces come, juega tenis, nada, o realiza alguna labor que te atonte sólo para mantener tu intestino en movimiento, y al día siguiente vuelve a escribir.

14. Evita lo monumental. Rehuye lo épico. El individuo que puede pintar cuadros enormes muy buenos, puede pintar cuadros pequeños muy buenos.


 

 

EL DATO ESCONDIDO

Mario Vargas Llosa
En alguna parte, Ernest Hemingway cuenta que, en sus comienzos literarios, se le ocurrió de pronto, en una historia que estaba escribiendo, suprimir el hecho principal: que su protagonista se ahorcaba. Y dice que, de este modo, descubrió un recurso narrativo que utilizaría con frecuencia en sus futuros cuentos y novelas. En efecto, no sería exagerado decir que las mejores historias de Hemingway están llenas de silencios significativos, datos escamoteados por un astuto narrador que se las arregla para que las informaciones que calla sean sin embargo locuaces y azucen la imaginación del lector, de modo que éste tenga que llenar aquellos blancos de la historia con hipótesis y conjeturas de su propia cosecha. Llamemos a este procedimiento ‘el dato escondido’ y digamos rápidamente que, aunque Hemingway le dio un uso personal y múltiple (algunas veces, magistral), estuvo lejos de inventarlo, pues es una técnica vieja como la novela y que aparece en todas las historias clásicas.

 Pero, es verdad que pocos autores modernos se sirvieron de él con la audacia con que lo hizo el autor de El viejo y el mar. ¿Recuerda usted ese cuento magistral, acaso el más célebre de Hemingway, llamado “Los asesinos”? Lo más importante de la historia es un gran signo de interrogación: ¿por qué quieren matar al sueco Ele Andreson ese par de forajidos que entran con fusiles de cañones recortados al pequeño restaurante Henry’s de esa localidad innominada? ¿Y por qué ese misterioso Ole Andreson, cuando el joven Nick Adams le previene que hay un par de asesinos buscándolo para acabar con él, rehúsa huir o dar parte a la policía y se resigna con fatalismo a su suerte? Nunca lo sabremos. Si queremos una respuesta para estas dos preguntas cruciales de la historia, tenemos que inventárnosla nosotros, los lectores, a partir de los escasos datos que el narrador omnisciente e impersonal nos proporciona: que, antes de avecindarse en el lugar, el sueco Ole Andreson parece haber sido boxeador, en Chicago, donde algo hizo (algo errado, dice él) que selló su suerte.

 El ‘dato escondido’ o narrar por omisión no puede ser gratuito y arbitrario. Es preciso que el silencio del narrador sea significativo, que ejerza una influencia inequívoca sobre la parte explícita de la historia, que esa ausencia se haga sentir y active la curiosidad, la expectativa y la fantasía del lector.

 Hemingway fue un eximio maestro en el uso de esta técnica narrativa, como se advierte en “Los asesinos”, ejemplo de economía narrativa, texto que es como la punta de un iceberg, una pequeña prominencia visible que deja entrever en su brillantez relampagueante toda la compleja masa anecdótica sobre la que reposa y que ha sido birlada al lector. Narrar callando, mediante alusiones que convierten el escamoteo en expectativa y fuerzan al lector a intervenir activamente en la elaboración de la historia con conjeturas y suposiciones, es una de las más frecuentes maneras que tienen los narradores para hacer brotar vivencias en sus historias, es decir, dotarlas de poder de persuasión.

 ¿Recuerda usted el gran ‘dato escondido’ de la (a mi juicio) mejor novela de Hemingway, The sun also rises? Sí, esa misma: la importancia de Jake Barnes, el narrador de la novela. No está nunca explícitamente referida; ella va surgiendo -casi me atrevería a decir que el lector, espoleado por lo que lee, la va imponiendo al personaje- de un silencio comunicativo, esa extraña distancia física, la casta relación corporal que lo une a la bella Brett, mujer a la que transparentemente y que sin duda también lo ama y podría haberlo amado si no fuera por algún obstáculo o impedimento del que nunca tenemos información precisa. La impotencia de Jake Barnes es un silencio extraordinariamente explícito, una ausencia que se va haciendo muy llamativa a medida que el lector se sorprende con el comportamiento inusitado y contradictorio de Jake Barnes para con Brett, hasta que la única manera de explicárselo es descubriendo (¿inventando?) su importancia. Aunque silenciado, o, tal vez, precisamente por la manera en que lo está, ese ‘dato escondido’ baña la historia de The sun also rises con una luz muy particular.

 

La celosía, de Robbe-Grillet (La Jalousie, en francés) es otra novela donde un ingrediente esencial de la historia –nada menos que el personaje central – ha sido exiliado de la narración, pero de tal modo que su ausencia se proyecta en ella de manera que se hace sentir a cada instante. Como en casi todas las novelas de Robbe-Grillet, en La Jalousie no hay propiamente una historia, no por lo menos como se entendía a la manera tradicional –un argumento con principio, desarrollo y conclusión-, sino, más bien, los indicios o síntomas de una historia que desconocemos y que estamos obligados a reconstruir como los arqueólogos reconstruyen los palacios babilónicos a partir de un puñado de piedras enterradas por los siglos, o los zoológicos reedifican a los dinosaurios y pterodáctilos de la prehistoria valiéndose de una clavícula o un metacarpo. De manera que podemos decir que las novelas de Robbe-Grillet están todas concebidas a partir de ‘datos escondidos’.

 Ahora bien, en La Jalousie este procedimiento es particularmente funcional, pues, para que lo que en ella se encuentra tenga sentido, es imprescindible que esa ausencia, ese ser abolido, se haga presente, tome forma en la conciencia del lector. ¿Quién es ese ser invisible? Un marido celoso, como lo sugiere el título del libro con su ambivalente significado (jalousie es celosía, una ventana enrejada, pero también los celos), alguien que, poseído por el demonio de la desconfianza, espía minuciosamente todos los movimientos de la mujer a la que cela sin ser advertido por ella. Esto no lo sabe con certeza el lector; lo deduce o inventa inducido por la naturaleza de la descripción, que es la de una mirada obsesiva, enfermiza, dedicada al escrutinio detallado, enloquecido, de los más ínfimos desplazamientos, gestos e iniciativas de la esposa. ¿Quién es el matemático observador? ¿Por qué somete a esa mujer a este asedio visual? Esos ‘datos escondidos’ no tienen respuesta dentro del discurso novelesco y el propio lector debe esclarecerlos a partir de las pocas pistas que la novela le ofrece. A esos ‘datos escondidos’ definitivos, abolidos para siempre de una novela, podemos llamarlos elípticos, para diferenciarlos de los que sólo han sido temporalmente ocultados al lector, desplazados en la cronología novelesca para crear expectativa, suspenso, como ocurre en las novelas policiales, donde sólo al final se descubre al asesino. A esos ‘datos escondidos’ sólo momentáneos -descolocados- podemos llamarlos ‘datos escondidos en hipérbaton’, figura poética que, como usted recordará, consiste en descolocar una palabra en el verso por razones de eufonía o rima (“Era del año la estación florida…” en vez del orden regular: “Era la estación florida del año…”).

 Quizás el ‘dato escondido’ más notable en una novela moderna sea el que tiene lugar en la tremebunda Santuario (Sanctuary), de Faulkner, donde el cráter de la historia -la desfloración de la juvenil y frívola Temple Drake, por Popeye, un gángster impotente y psicópata, valiéndose de una mazorca de maíz- está desplazado y disuelto en hilachas de información que permiten al lector, poco a poco y retroactivamente, tomar conciencia del horrendo suceso. De este ominoso, abominable silencio, irradia la atmósfera en que transcurre Santuario: una atmósfera de salvajismo, represión sexual, miedo, prejuicio y primitivismo que da a Jefferson, Memphis y los otros escenarios de la historia, un carácter simbólico, de mundo del ‘mal’, de la perdición y caída del hombre, en el sentido bíblico del término. Más que una transgresión de las leyes humanas, la sensación que tenemos ante los horrores de esta novela -la violación de Temple es apenas uno de ellos; hay, además, un ahorcamiento, un linchamiento por fuego, varios asesinatos y un variado abanico de degradaciones morales- es la de una victoria de los poderes infernales, de una derrota del bien por un espíritu de perdición, que ha logrado enseñorearse de la tierra. Todo Santuario está armado con ‘datos escondidos’. Además de la violación de Temple Drake, hechos tan importantes como el asesinato de Tommy y de Red o la impotencia de Popeye son, primero, silencios, omisiones que sólo retroactivamente se van revelando al lector, quien, de este modo, gracias a esos ‘datos escondidos en hipérbaton’ va comprendiendo cabalmente lo sucedido y estableciendo la cronología real de los sucesos. No sólo en ésta, en todas sus historias, Faulkner fue también consumado maestro en el uso del ‘dato escondido’.

 Quisiera ahora, para terminar con un último ejemplo de ‘dato escondido’, dar un salto atrás de quinientos años, hasta una de las mejores novelas de caballerías medievales, el Tirant lo Blanc, de Joanot Martorell, una de mis novelas de cabecera. En ella el ‘dato escondido’ -en sus dos modalidades: como hipérbaton o como elipsis- es utilizado con la destreza de los mejores novelistas modernos. Veamos cómo está estructurada la materia narrativa de uno de los cráteres activos de la novela: las bodas sordas que celebran Tirant y Carmesina y Diafebus y Estefanía (episodio que abarca desde mediados del capítulo CLXII hasta mediados del CLXIII). Este es el contenido del episodio. Carmesina y Estefanía introducen a Tirant y Diafebus en una cámara del palacio. Allí, sin saber que Plaerdemavida los espía por el ojo de la cerradura, las dos parejas pasan la noche entregadas a juegos amorosos, benignos en el caso de Tirant y Cermesina, radicales en el de Diafebus y Estefanía. Los amantes se separan al alba y, horas más tarde, Plaerdemavida revela a Estefanía y Carmesina que ha sido testigo ocular de las bodas sordas.

 

En la novela esta secuencia no aparece en el orden cronológico ‘real’, sino de manera discontinua, mediante ‘mudas’ temporales y un ‘dato escondido’ en hipérbaton, gracias a lo cual el episodio se enriquece extraordinariamente de vivencias. El relato refiere los preliminares, la decisión de Carmesina y Estefanía de introducir a Tirant y Diafebus en la cámara y se explica cómo Carmesina, maliciando que iba a haber “celebración de bodas sordas”, simula dormir. El narrador impersonal y omnisciente prosigue, dentro del orden ‘real’ de la cronología, mostrando el deslumbramiento de Tirant cuando ve a la bella princesa y cómo cae de rodillas y le besa las manos. Aquí se produce la primera ‘muda temporal’ o ruptura de la cronología: “Y cambiaron muchas amorosas razones. Cuando les pareció que era hora de irse, se separaron uno del otro y regresaron a su cuarto”. El relato da un salto al futuro, dejando en ese hiato, en ese abismo de silencio, una sabia interrogación: “¿Quién pudo dormir esa noche, unos por amor, otros por dolor?” La narración conduce luego al lector a la mañana siguiente.

 Plaerdemavida se levanta, entra a la cámara de la princesa Carmesina y encuentra a Estefanía “toda llena de déjame estar”. ¿Qué ocurrió? ¿Por qué ese abandono voluptuoso de Estefanía? Las insinuaciones, preguntas, burlas y picardías de la deliciosa Plaerdemavida van dirigidas, en verdad, al lector, cuya curiosidad y malicia atizan. Y, por fin, luego de este largo y astuto preámbulo, la bella Plaerdemavida revela que la noche anterior ha tenido un sueño, en el que vio a Estefanía introduciendo a Tirant y Diafebus en la cámara. Aquí se produce la segunda ‘muda temporal’ o salto cronológico en el episodio. Este retrocede a la víspera y, a través del supuesto sueño de Plaerdemavida, el lector descubre lo ocurrido en el curso de las bodas sordas. El dato escondido sale a la luz, restaurando la integridad del episodio.

 ¿La integridad cabal? No del todo. Pues, además de esta ‘muda temporal’, como usted habrá observado, se ha producido también una ‘muda espacial’, un cambio de punto de vista espacial, pues quien narra lo que sucede en las bodas sordas ya no es el narrador impersonal y excéntrico del principio, sino Plaerdemavida, un narrador-personaje, que no aspira a dar un testimonio objetivo sino cargado de subjetividad (sus comentarios jocosos, desenfadados, no sólo subjetivizan el episodio; sobre todo, lo descargan de la violencia que tendría narrada de otro modo la desfloración de Estefanía por Diafebus). Esta muda doble -temporal y espacial- introduce pues una ‘caja china’ en el episodio de las bodas sordas, es decir una narración autónoma (la de Plaerdemavida) contenida dentro de la narración general del narrador-omnisciente. (Entre paréntesis, diré que Tirant lo Blanc utiliza muchas veces también el procedimiento de las ‘cajas chinas’ o ‘muñecas rusas’. Las proezas de Tirant a lo largo del año y un día que duran las fiestas en la corte de Inglaterra no son reveladas al lector por el narrador-omnisciente, sino a través del relato que hace Diafebus al Conde de Varoic; la toma de Rodas por los genoveses transparece a través de un relato que hacen a Tirant y al Duque de Bretaña dos caballeros de la corte de Francia, y la aventura del mercader Gaubedi surge de una historia que Tirant cuenta a la Viuda Reposada.) De este modo, pues, con el examen de un solo episodio de este libro clásico, comprobamos que los recursos y procedimientos que muchas veces parecen invenciones modernas por el uso vistoso que hacen de ellos los escritores contemporáneos, en verdad forman parte del acervo novelesco, pues los usaban ya con desenvoltura los narradores clásicos. Lo que los modernos han hecho, en la mayoría de los casos, es pulir, refinar o experimentar con nuevas posibilidades implícitas en unos sistemas de narrar que surgieron a menudo con las más antiguas manifestaciones escritas de la ficción.

 Quizás valdría la pena, antes de terminar esta carta, hacer una reflexión general, válida para todas las novelas, respecto a una característica innata del género de la cual se deriva el procedimiento del ‘dato escondido’, la parte escrita de toda novela es sólo una sección o fragmento de la historia que cuenta: ésta, desarrollada a cabalidad, con la acumulación de todos sus ingredientes sin excepción -pensamientos, gestos, objetos, coordenadas culturales, materiales históricos, psicológicos, ideológicos, etcétera, que presupone y contiene la historia total- abarca un material infinitamente más amplio que el explícito en el texto y que novelista alguno, ni aun el más profuso y caudaloso y con menos sentido de la economía narrativa, estaría en condiciones de explayar en su texto.

 Para subrayar este carácter inevitablemente parcial de todo discurso narrativo, el novelista Claude Simon -quien de este modo quería ridiculizar las pretensiones de la literatura ‘realista’ de reproducir la realidad- se valía de un ejemplo: la descripción de una cajetilla de cigarrillos Gitanes. ¿Qué elementos debía incluir aquella descripción para ser realista?, se preguntaba. El tamaño, color, contenido, inscripciones, materiales de que esa envoltura consta, desde luego. ¿Sería eso suficiente? En un sentido totalizador, de ninguna manera. Había falta, también, para no dejar ningún dato importante fuera, que la descripción incluyera asimismo un minucioso informe sobre los procesos industriales que están detrás de la confección de ese paquete y de los cigarrillos que contiene, y, por qué no, de los sistemas de distribución y comercialización que los trasladan de productor hasta el consumidor. ¿Se habría agotado de este modo la descripción total de la cajetilla de Gitanes? Por supuesto que no. El consumo de cigarrillos no es un hecho aislado, resulta de la evolución de las costumbres y la implantación de las modas, está entrañablemente conectado con la historia social, las mitologías, las políticas, los modos de vida de la sociedad; y, de otro lado, se trata de una práctica -hábito o vicio- sobre la que la publicidad y la vida económica ejercen una influencia decisiva, y que tiene unos efectos determinados sobre la salud del fumador. 

De donde no es difícil concluir, por este camino de la demostración llevada a extremos absurdos, que la descripción de cualquier objeto, aun el más insignificante, alargada con un sentido totalizador, conduce pura y simplemente a esa pretensión utópica: la descripción del universo. 

De las ficciones, podría decirse, sin duda, una cosa parecida. Que si un novelista a la hora de contar una historia, no se impone ciertos límites (es decir, si no se resigna a esconder ciertos datos), la historia que cuenta no tendría principio ni fin, de alguna manera llegaría a conectarse con todas las historias, ser aquella quimérica totalidad, el infinito universo imaginario donde coexisten visceralmente emparentadas todas las ficciones. 

Ahora bien. Si se acepta este supuesto, que una novela -o, mejor, una ficción escrita- es sólo un segmento de la historia total, de la que el novelista se ve fatalmente obligado a eliminar innumerables datos por ser superfluos, prescindibles y por estar implicados en los que sí hace explícitos, hay de todas maneras que diferenciar aquellos datos excluidos por obvios o inútiles, de los ‘datos escondidos’ a que me refiero en esta carta. En efecto, mis ‘datos escondidos’ no son obvios ni inútiles. Por el contrario, tienen funcionalidad, desempeñan un papel en la trama narrativa, y es por eso que su abolición o desplazamiento tienen efectos en la historia, provocando reverberaciones en la anécdota o los puntos de vista.

 Finalmente, me gustaría repetirle una comparación que hice alguna vez comentando Santuario de Faulkner. Digamos que la historia completa de una novela (aquella hecha de datos consignados y omitidos) es un cubo. Y que, cada novela particular, una vez eliminados de ella los datos superfluos y los omitidos deliberadamente para obtener un determinado efecto, desprendida de ese cubo adopta una forma determinada: ese objeto, esa escultura, reflejan la originalidad del novelista. Su forma ha sido esculpida gracias a la ayuda de distintos instrumentos, pero no hay duda de que uno de los más usados y valiosos para esta tarea de eliminar ingredientes hasta que se delinea la bella y persuasiva figura que queremos, es la del ‘dato escondido’ (si no tiene usted un nombre más bonito que darle a este procedimiento).

 


 

El cuerpo del actor

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Escrito por: Marco Antonio de la Parra. Psiquiatra, escritor y dramaturgo chileno. Autor de más de setenta títulos entre obras para teatro, novelas, relatos y ensayos.
Texto replicado con el permiso del autor, de la edición publicada por el Centro Latinoamericano de Creación e Investigación Teatral CELCIT, en 2011. Buenos Aires.
 
 

El grado cero del teatro.

El silencio, la oscuridad, el vacío, la inmovilidad.

La sola presencia del CUERPO del actor impone la acción.

No se mueve y sin embargo ya algo está sucediendo.

Es un milagro durante una décima segundo.

La luz que recorre su CUERPO escribe la emoción imperante.

El aliento (neffesh) sobre la materia le otorga la vida.

Anima lo inanimado.

Si se mueve, la inquietud puede ser aterradora o dulce o terrible o hermosa.

Si emite un sonido, si sencillamente gime o grita o llora o tararea, la pieza ha comenzado.

Si habla construye la segunda celda del ser humano, la palabra.

Vivimos en el cuerpo, vivimos en las palabras.

Habitamos nuestro cuerpo, sin cuerpo no estaríamos, sin palabra no seríamos.

Soy lo que digo, estoy donde está mi cuerpo.

Solo puedo hablar desde mi cuerpo y mi palabra es siempre una canción, es mi laringe vibrando en el acento de mi tierra, son mis resonadores, mis pulmones, mi diafragma.

Mi cuerpo convierte el impulso de mi cerebro en habla.

Las palabras del actor, que es un cantante, son también su cuerpo.

El movimiento del actor, que es siempre danza, termina de construir el signo.

Doble celda, cuerpo y palabra, doble liberación en el oficio del actor.

Liberar el cuerpo de su saturado cúmulo de signos inconscientes es su tarea, limpiar las palabras del ruido cotidiano y limpiar el cuerpo del lenguaje no verbal de su tribu, su casa, su casta, su identidad.

Estamos en el cuerpo, somos la palabra.

Sin palabras no somos humanos.

Sin cuerpo no somos ni estamos.

Cantantes y bailarines, nos preguntamos por qué no se nos enseña sencillamente a cantar y a bailar.

Es el momento de mayor libertad del cuerpo y del alma, si es que el alma es lo que reside en la palabra, si es que el alma existe.

El alma, eso que se va y nos deja sencillamente convertidos en un cuerpo que está, pero que ya no es.

El cadáver ya no es cuerpo, es carne que se corrompe.

No se puede actuar la muerte. Simularla mal.

El cuerpo, milagrosamente, sigue fresco y vivo.

Envejecer es todo lo que hace. Madurar y luego deteriorarse.

La palabra crece y crece mientras el cuerpo y el cerebro, que también es cuerpo, la salud como le dicen, se lo permita.

El actor mayor, como el suscrito, no puede danzar lo que la muchacha joven.

Sin embargo, en las palabras, puede hacerle el amor con el frenesí de un muchacho.

Se hace el amor con el cuerpo pero también con las palabras.

La pornografía es el encuentro de los cuerpos, mecánica ginecológica, repetición sin besos ni nombres, democracia absoluta de los encuentros, el plomero, el lechero, el cartero, la mucama, la novia con el camarero, todos imitan el coito sin conflicto: anulación de la dramaturgia.

El clímax debe ser visual o no lo es. Problemas de filmar el orgasmo femenino, siempre de actriz. Sin embargo el momento más sublime de la pornografía.

Actores en carne viva, las palabras mínimas, los nombres ausentes.

El erotismo, triunfo sobre la muerte, es el encuentro de cuerpos y almas. Las palabras, la boca, el beso, encuentran su imperio. Buscan, sin embargo el silencio del beso, el único momento en que la boca callada es feliz.

El beso, cuerpo puro, recoge y anula todas las palabras del mundo.

Los amantes acumulan palabras en el chat, en el teléfono, en la distancia.

El beso calma. Hablan con puro cuerpo. Un beso sin tocarse es más fuerte que el porno más duro. Se besa con los ojos cerrados. Nos sumergimos en el cuerpo.

No es posible reproducir ni el sexo ni la muerte en el teatro.

El beso queda falso. Hay que utilizar las palabras. El beso lo sabemos exhibido y exhibicionista, queda poco natural. Artificio, signo, señal apenas.

Vivimos habitando las palabras, esperando el silencio feliz del cuerpo.

La enfermedad es el cuerpo que se queja.

La enfermedad no permite ese silencio del cuerpo que necesita el actor para realizar su faena de vida o muerte en el escenario.

La enfermedad no deja pensar. El dolor no deja actuar. Las palabras piden ayuda. Necesitamos otro cuerpo, otras palabras.

El oficio del actor, como el del lector y el del soñante, son solitarios.

Los grupos de actores o lectores son sociedades secretas donde se permite recogerse como en un convento.

La oración si a algo se parece es al repaso de la letra.

El cuerpo del actor se recoge sobre sí mismo para desaparecer convirtiéndose en conciencia pura del personaje.

Pone su cuerpo al servicio de otro ser, aparentemente ficticio, otras palabras que no son suyas, una emoción que no le pertenece.

Construye esa actitud, ese momento, con restos de memoria, otros cuerpos, otras almas (nunca nuestro cuerpo es el mismo y está ahí la paradoja del comediante, volver a ser el mismo cuerpo de la última función, el mismo estado espiritual, cuando cambiamos segundo a segundo de cuerpo y de alma, de estados del cuerpo y del alma).

Nunca nos bañamos con el mismo cuerpo, no solamente es imposible repetir el mismo río, como dice Heráclito.

La repetición (así llaman los franceses al ensayo: repetition) es la consigna. Utilizar ese cuerpo mortal y fugaz y convertirlo en muñeco, en títere, en marioneta perfecta, inescrutable. Convertir el rostro en máscara y los movimientos en manipulación a la vista.

Si en la vida corriente actuamos para ocultar o decir la verdad, depende con quién estemos siempre jugamos entre lo cierto y lo falso, si en la vida corriente nuestra cara nos muestra pero también nos oculta y estamos siempre en un baile de máscaras y no nos extrañe que el carnaval de rostro oculto permita aflorar nuestro ser más auténtico y cruzar el umbral prohibido para ser lo que no podemos ser, el otro sexo, el muerto, el bebé, el viejo, la otra raza, el oficio imposible.

El disfraz del carnaval libera, el del actor esclaviza al servicio de la invocación espiritista del personaje.

Presto mi cuerpo a un ser que ya no me importa si es ficticio o real.

Si hago de Freud no soy Freud pero estoy en Freud y el espectador, que rinde su cuerpo en la butaca, lo abandona como en el sueño, la lectura o el psicoanálisis, todos momentos de la hipnosis, cumple su tarea aprovechando esa capacidad humana de confundir lo real con lo ficticio.

El cuerpo del espectador se abandona para que el cuerpo del actor reciba el encargo total del gesto.

En los espectáculos de actuación invisible el espectador se mueve. El espectáculo debe ser tan medido que convierte el cuerpo del espectador también en máquina de gestos sin que el espectador se percate. El cuerpo del espectador se involucra pero su mente no. Su mirada mental viene del sitio donde se lee y se sueña y se asocia libremente. Se deja hipnotizar aunque se mueva.

No se enseña hipnosis en las escuelas de teatro cuando el oficio del actor es el del hipnotizador, el mentalista.

No se enseña espiritismo aunque el actor no sea más que un médium.

El cuerpo es la fuente identitaria del hombre, dice David Le Breton, alguien que ha dedicado su vida al estudio de la corporeidad, esa condición humana de ser y estar en el cuerpo, ese es el lugar y el tiempo en que el mundo se hace carne.

El teatro, sigue Le Breton, es el laboratorio de las pasiones, y la pasión, digo yo, es la expresión feroz del alma a través del cuerpo.

Ninguna emoción que nos embargue, por negativa que sea, desde el dolor hasta la risa, deja de tener una función protectora.

El miedo nos avisa, la rabia nos advierte, la angustia es una señal de que se necesita pensar, el dolor nos permite saber que hemos metido los dedos en el enchufe antes de sentir el olor a carne quemada.

El cuerpo habla. Advierte, informa. Opera sobre la realidad, manda señales al interior del ser. El manejo de los límites del cuerpo se salva con las palabras. El pensamiento permite extender el cuerpo en las herramientas.

La tecnología es un gesto profundamente humano.

No se enseña literatura en las escuelas de teatro. No se enseña el total dominio de la palabra.

El actor debe cultivar su voz pero también el contenido de esa voz. Canta y debe saber música, pero también la letra.

La actuación, pedagogía imposible, como enseñar a soñar mejor o como la práctica del psicoanálisis o como el relato del sueño, siempre una catástrofe, es el momento más acabado de la manifestación de la corporeidad.

Y digo corporeidad y no cuerpo porque cuerpo tienen todas las especies animales como sexualidad un gran porcentaje pero erotismo y corporeidad solamente el ser humano.

Sin el cuerpo que nos da rostro, no tendríamos identidad.

El actor debe dominar su cuerpo totalmente, no para inhibirlo sino para completarlo en manifestación absoluta del ser.

Mora el ser en el lenguaje, dice Hölderlin.

La marioneta es el destino del actor, dice el mismo Hölderlin.

Para Platón como para Artaud, el cuerpo es una prisión.

Para Aristóteles, no lo dijo pero lo digo yo, el cuerpo es la unidad perfecta de tiempo, espacio y lugar.

El multicuerpo del actor, mega evento de la carne y del ser, excelso momento de la existencia y de ahí lo angustiante pero también adictivo del oficio, se pone al servicio del oficio aún más mediador entre el mundo de los vivos y los muertos del dramaturgo y la práctica de imaginación más feroz del director de escena, todos entregados al instante en que el espectador, que no tiene cuerpo ni rostro (cuánto se incomodan ambos al mirarse de frente, sobre todo el espectador pues la buena máscara actoral le restaura su cuerpo y lo saca de la hipnosis y lo mete en el sueño y se convierte en pesadilla, la ruptura de la cuarta pared lo despierta y lo sacude dejándolo en un estado de semi vigilia inquietante), ese público siempre infame que busca ser seducido y se resiste y se entrega al mismo tiempo (trabajamos como el analista sobre la resistencia y la transferencia), esa concurrencia nos permita el contacto con el mundo otro de donde viene el mensaje del autor.

Todo cuerpo al servicio del ser. Toda palabra una señal del abismo del espíritu.

Todo actor es monje, sacerdote, sacrificio corporal en pos de la mente.

Todo actor se azota penitente, se castiga con silicios, es faquir, camina sobre las brasas hasta no sentir el fuego.

Todo actor busca la santidad a través del martirio.

Por eso el actor no debe comer ni respirar más de lo necesario.

Por eso el actor debe ser austero.

La riqueza lo corrompe como a un cardenal renacentista.

La pobreza nos devuelve a ser puro cuerpo. Tan solo el entrenamiento de ese cuerpo para aprender el arte de desaparecer, el arte de morir y resucitar en escena siendo otro.

Implacable el tour de force de estar toda la obra en escena, sin intestinos que crujan ni catarro que estornude ni fiebre que maree, implacable el tour de forcé de entrar y salir de escena muchas veces, yendo y viniendo de la máscara.

Oficio de escapista el del actor. Se fuga de la prisión platónica del cuerpo, rompe con las ataduras artaudianas de la palabra siempre inútil. Busca la total libertad para perderla en la escena y solamente ser lo que no se es.

No hay peor actor que el que llora de veras, dice Huidobro.

Llorar de mentiras y llorar de verdad. Entre esas dos lágrimas está la del actor.

Lágrimas de cocodrilo y lágrimas de éxtasis místico.

No se enseñan las vidas de los santos de cualquier religión en las escuelas de teatro. Algunos entregan las bases de la meditación zen. Los menos.

El actor, religioso perdido que pasa de una fe a otra, converso permanente, tiene en su alma, todas las revelaciones místicas de la historia de la humanidad.

El teatro viene de las fiestas sagradas.

La comedia de la celebración de las bodas, la tragedia de la celebración de los funerales.

Por eso inquietan BODAS DE SANGRE o HAMLET, donde boda y tumba se encuentran.

El actor, ser corriente y profano, debe practicar el viaje hacia lo sagrado, ya sea en su vertiente carnavalesca, dantesca o sublime.

Su cuerpo es el animal sacrificado, el chivo expiatorio, danza el macho cabrío su ditirambo para luego morir en el intento.

Cuando se sale de escena se muere. Por eso el actor necesita comer o emborracharse.

Actuar en exceso destruye el espíritu.

Ir y venir de la máscara es un esfuerzo descomunal.

Ir y venir de la mística termina con la salud mental de cualquiera y no hay antidepresivo que lo impida.

Se comprende el precario equilibrio de la salud mental del actor.

Debe protegerse del esfuerzo de convocar ese instante fecundo de ser el personaje a costa o gracias a la biografía, saltando por encima de la biología, destruyendo la percepción, el registro emocional propio del momento, sin mirar al abismo saltar sobre él y dejar de ser para ser lo otro. No el otro, que ya sería bastante, sino lo otro, lo santo o lo infernal, lo ominoso o numinoso, fuera de este mundo.

No hay término medio para el actor.

Solamente le queda el sacrificio.

Por eso la calistenia se parece a la tortura.

Es la oración del cuerpo.

La danza es ceremonia, celebración de la libertad del cuerpo, de la vida.

Tensar el cuerpo al borde del dolor hasta que el dolor desaparezca sin delatar a nadie.

Luego, solamente después de ese afinamiento de músculos y tendones, la danza.

Contactarse con dioses silentes en el baile.

Resistir, esa es la tarea del actor. Dolor, pena, rabia, la propia alegría, todo afuera, afuera de la escena donde no cabe nada más que un cuerpo sintonizado en una partitura corporal y emotiva perfecta.

La palabra, encuentro de ambos hemisferios cerebrales, incendio mental, antorcha en la boca, es el instante en que cuerpo y espíritu se manifiestan en su máxima expresión.

No se puede decir cualquier cosa en un escenario.

No se puede hacer cualquier cosa en un escenario.

Todo significa, todo es sagrado, todo es tabú.

Todo es máscara.

Por eso improvisar es un arte mayor, es moverse en la superficie de la relación entre el cuerpo inerte del espectador y el cuerpo cargado del actor.

En cada función se ve el rostro de la muerte aunque se celebre la vida en el texto.

El actor muere cada noche.

El personaje resucita cada noche.

El personaje muere cada noche.

El actor resucita cada noche.

Solamente el oficio pulido del actor le impide morir de veras.

De ahí la borrachera, la droga, la perdición, lo maldito del oficio.

Al comediante no se le entierra cerca de la iglesia.

Al comediante se le entierra de espaldas a su tierra.

Qué se ha creído el actor, cruzar la barrera entre la vida y la muerte.

No se puede andar muriendo y resucitando por ahí así como así.

El actor profana lo sagrado al ir y venir del altar.

Come del pan y bebe el vino pero luego lo escupe.

No se puede embriagar en escena.

No se puede actuar ebrio.

La lucidez del actor es extrema y por eso tan dolorosa.

Su cuerpo le debe pertenecer como nunca en la vida.

Para prestarlo, para entregarlo, para ser y dejar de ser, para estar y luego dejar de estar.

Al momento del abandonar el escenario, el cuerpo del actor se asemeja al del cadáver.

Está ahí pero ya no está el personaje.

El actor es un asesino en serie. Cada noche mata al personaje para irse a casa y ser un ser corriente, un cuerpo más entre la multitud.

A veces el oficio se lo come y el glamour lo mata y el público confundido entre los paseante lo confunde con el personaje y le gritan el nombre del otro que ya no está y no se dan cuenta que es el cuerpo del otro, vale decir un cadáver, un impostor porque el personaje es más verdad que el actor en la calle, el paseante que arrastra su propia sombra contaminado de esa repetición infame donde hasta el pestañeo es signo de otredad.

“La única manera de conocer el cuerpo es viviéndolo”, dice Merleau-Ponty, “es decir, tomando por mi cuenta el drama que lo atraviesa y confundirme con él”.

“Este proceso de aprendizaje del cuerpo no se detiene jamás”, señala Le Breton. Siempre “en alguna parte de lo inacabado” en palabras de Rilke, pone en juego su existencia, aprende y desaprende y se desprende.

Es imposible egresar de la carrera de actuación.

Se está siempre aprendiendo, se está siempre conociendo y desconociendo el propio cuerpo, las palabras que cambian, el dominio del acento.

El actor es siempre un extranjero.

Mira desde afuera el lenguaje y la gestualidad de los otros.

Como al psicoanalista, le cuesta dejar su pellejo en el camerino.

Tiene que apagar la mente, el modelo mental con que trabajó el personaje o la sesión, tanto se parece la hora psicoanalítica a la función completa, para ser común y corriente y perder la noción de ese cuerpo.

El actor no puede arriesgarse a la lesión ni el accidente.

Tiene que sangrar como si fuera de verdad. Como, no de verdad.

Extravía la mente del espectador, horroriza, espanta, la ejecución real de la mutilación en escena.

Moliére muere actuando y sus compañeros lo ocultan pues la muerte como el sexo real no puede entrar al escenario.

La enseñanza de una técnica del cuerpo mezcla permanentemente el gesto y la palabra, su ejemplo y su explicación. Le Breton otra vez.

El cuerpo del maestro es el sitio de la demostración de la experiencia.

El cuerpo es la materia prima que hay que transmutar para generar un conocimiento sobre sí mismo capaz de cambiar la vida.

El cuerpo del maestro de actuación está en el máximo riesgo. Va y viene y el discípulo debe aprender ese oleaje de ser y dejar de ser, de estar y dejar de estar.

Le Breton distingue entre maestros de la verdad y maestros del sentido. Elige al segundo, desecha la cátedra aplastante del primero y prefiere el guía en el arte de la metamorfosis, el arte del hambre, el arte del viaje entre el ser y la nada.

El maestro de actuación se cansa siempre más.

De ahí que a veces se irrite o se confunda o llegue a destiempo o haga clases interminables.

Si la actuación es un oficio imposible, enseñarla no tiene modo de ser una realidad.

No se enseña el talento, apenas el dominio de esos recursos innatos.

La disciplina debe contener un sentido de vida, un ejemplo, otra vez, místico.

Se entrena el éxtasis, el ir y venir hacia la locura absoluta.

El actor debe padecer una personalidad múltiple y no enloquecer en el intento.

El maestro ni digamos a todo lo que se expone.

El teatro, dice Lee Strasberg, es la más personal de las artes; todas las otras artes se ejercen con un material objetivo; sólo el teatro utiliza la presencia viva del ser humano.

Cuando ya en la vida diaria toda percepción es interpretación (ni los colores son objetivos y dependen de la cultura cuántas palabras hay para cada color, ver nada más cuántos términos tienen los esquimales para hablar del blanco de la nieve) y mirar no es solo abrir los ojos (se ve lo que se sabe, decía Goethe), actuar es interpretar en su grado máximo.

El mejor bailarín es el que no se mueve.

Para bailar un tango, dicen, se necesitan dos.

El actor puede bailarlo solo y quieto.

Conjura al cuerpo para liberarlo y ser su dueño. Lo espera aguardando su inocente entrada al ensayo para atraparlo, liberar su esencia y manejarlo como un auriga pone la rienda a sus caballos.

Dueño del cuerpo, el actor intenta una tarea infinita.

El cuerpo siempre se fuga, se lo lleva el tiempo, la salud, el amor, el hambre. Se lo lleva la vida que es pérdida incluso en la adquisición de conocimiento, siempre algo se va a la papelera.

Cada sociedad al interior de su visión del mundo dibuja un saber singular sobre el cuerpo.

Toda cultura deviene en rito, es decir en teatro.

El teatro es liturgia, requiere fieles y sacerdotes, requiere que el sacerdote no abuse de los fieles y se aproveche de su poder hipnótico.

El analista no debe aprovecharse de la transferencia y la confusión del paciente que cree hacer el amor con su padre o su madre.

No se debe dejar amar ni dejarse matar.

El actor vive en esa cuerda floja entre lo real y lo imaginario.

Puede ser asesinado, puede ser deseado.

Muere el artista de un disparo de un admirador en el edificio Dakota en Nueva York. El ícono confunde al fan.

La fama, esa sonoridad griega del nombre del héroe que quiere llegar a ser pronunciado en alta voz por la concurrencia, es peligrosa.

El actor quiere ser un héroe. Quiere vencer en la épica cotidiana de su oficio.

El maestro de actuación debe renunciar a su propio ejemplo heroico para conducir hacia su propia máscara al discípulo.

Pero el maestro también crea una transferencia, también se ve expuesto al deseo del discípulo que es un espectador en peligro.

El maestro de actuación está en sumo riesgo de perderse en la confusión del amor y del odio de sus alumnos.

El maestro de toda disciplina debe desaparecer dejando la sensación de haber aprendido de la generosidad y del respeto.

El maestro, como el analista, sólo puede guiar desde atrás, no puede ir delante mostrando el camino. Apenas comentar lo logrado, apenas opinar, sugerir, interpretar.

Conozco maestros que no entienden la evaluación.

¿Cómo se pone nota al instante del talento?

¿Entienden todos los alumnos lo mismo?

¿Están en el mismo momento de evolución?

¿Pueden compartir el mismo curso?

¿O debería haber una sola asignatura, la única, que los reúna a todos y egresen por madurez y no por notas?

¿Cómo se enseña a perder el cuerpo y la cabeza para liberar el gesto y la palabra y luego capturarlos y domesticar los lenguajes verbal y no verbal?

El actor, ese atleta emocional según Le Breton, ejercita el músculo emotivo y trabaja voz y movimiento hacia el dominio completo y la máxima libertad para conseguir que su absoluta inmovilidad y silencio ya sea signo potente, poderoso.

Su susurro, el murmullo, el sollozo.

A veces siento que el actor nuestro grita en exceso.

Cree que debe ser escuchado.

Olvida que es él quien debe conducir al espectador a la escucha.

La delicada escucha de la función teatral donde no hay segunda toma como en el cine o en la televisión, no hay tomas falsas, un solo plano sometido a la mirada cámara del espectador que corta, funde, recuerda o olvida, corta, interpreta siempre, indómito.

En el teatro kabuki no se aplaude, se grita el nombre de la escuela a la que pertenece el actor si el espectador considera que se ha logrado la repetición perfecta de la función original, de la primera vez.

Lo original, en Oriente, es ir hacia el origen.

En Occidente, es ir hacia lo nuevo, despreciando lo antiguo.

En Oriente el autor y el actor desaparecen para convocar una primera vez anterior, desafiando el olvido.

En Occidente todo conspira contra lo viejo, intentando un nuevo registro, se traiciona al autor siempre y el actor es el verdugo, el sicario, el pistolero a sueldo, el asesino profesional.

Del texto original que muere en la escena se espera que aflore el espíritu.

Por eso en Occidente todas las funciones de teatro son sacrificios humanos.

El autor primero que todos. El actor el último.

Se entrega el corazón de la obra a los dioses si es que los hay, si es que escuchan, a ver si el silencio de Dios se conmueve.

El actor debe impedir a toda costa lo atrape la polisemia original de la corporeidad.

El mismo cuerpo es el del atleta, la modelo, el obrero, la anoréxica se parece a la desnutrida pero su sentido es otro, muy distinto.

La misma herida puede ser la del cirujano, el asesino, el suicida, el accidentado, el estigmatizado, el castigado, el delincuente que se corta huyendo de la policía, la muchacha que se corta huyendo del dolor, la flagelación del verdugo es igual a la del penitente que paga sus culpas reales o imaginarias.

El mismo salto es el del niño que juega o el suicida al vacío o el baile o el deporte o el atleta o la manifestación política o el mero intento de ver más allá del muro.

¿Qué hacer con un cuerpo tan disperso?

El sentido convierte al cuerpo en corporeidad, todo hábito del cuerpo es histórico y cultural.

El cuerpo es narrado por el movimiento.

El cuerpo narra al espíritu.

El actor hace historia, domina cultura. Sólo algunas escuelas de teatro enseñan antropología cultural, sociología, historia de la filosofía, mitologías comparadas, historia de las civilizaciones.

El actor debía ser un sabio absoluto.

Su maestro un genio de la ignorancia, que es el fruto de saber en exceso.

Mientras más sabes más preguntas tienes.

Cuando el discípulo entra en contacto con el maestro, cree que el maestro sabe.

El peor maestro es el que cree que sabe.

El buen maestro sabe que es imposible saber, que vivimos en la carencia, en la fragilidad, en la interrogante.

No entendemos a cabalidad qué hacemos aquí, por qué nos levantamos de la cama sin pegarnos un tiro al despertar, no entendemos por qué creemos en la eternidad del amor y la seguimos buscando, sabiendo empíricamente que conoceremos el despecho, algún lado de la traición, el olvido, el duelo y el desapego.

No sabemos nada a cabalidad.

Y el cuerpo actoral nos desafía a saber sin saber.

Intuir, si es que es posible, un remoto manejo de esa piel para que la luz y el maquillaje, presente o ausente, siempre está, esa máscara de nacimiento que muta con la edad y permite que hagamos de Hamlet jóvenes y de Lear o Próspero ya mayores, hagan emerger una historia que está en los orígenes de la humanidad.

Todo escritor es un lector.

Shakespeare vio teatro pero escribió lo que escribió porque leyó mucho.

El actor debería ser un lector compulsivo y voraz.

Capturar todos los registros, defenderse de las atrofias e hipertrofias del lenguaje cotidiano yendo y viniendo de clásicos a modernos y postmodernos y post postmodernos que son los que estudian latín y griego de nuevo para conocer las fuentes del conocimiento e interpretar desde la lengua muerta la posible vida aún de Antígona o Edipo.

Tanto muerto sobre la escena pone mal de ánimo.

El actor, hipócrita profesional (la hypokrisis es la interpretación de la anagnosis, la lectura, siempre los griegos, qué le vamos a hacer), debe hacer un voto de castidad y de silencio que le permita ser el libertino o el poseído, el devoto o el criminal.

Al artista del cuerpo lo tienta la carne.

Al artista mayor de la palabra lo llama la poesía pero lo tienta ser un charlatán.

Es más fácil seguir actuando en la vida real que limpiarse en la ducha del camarín, si es que el camarín tiene ducha.

Se actúa en exceso, se sube al escenario y el mal actor hace siempre lo mismo, lo aterró morir y resucitar. Actúa poniendo al personaje su personaje en lugar de abandonar su identidad por completo. Puede divertir a las audiencias ver al mismo haciendo de él mismo aunque diga los parlamentos de Otelo. Ven a Orson Welles y la función es fatal pero se divierte el público al cual le gusta el circo romano y que los leones se coman a los cristianos.

El actor sucumbe a veces a su oficio agotador. El espectador va a ver al actor y no al personaje. Esta relación perversa puede alimentar la taquilla.

A veces el actor gana fama de ser un travestido consumado, la gente va a verlo desaparecer entre bastidores y se asombra de la memoria del cuerpo y la palabra, se asombra de la magia de la aparición en vida plena de un ser o muerto falso que sin embargo diga verdades.

El buen actor es un hipócrita profesional, pero magnífico y generoso.

Renuncia a sí mismo, llega muy temprano a la función, suspende sus creencias y sus hábitos antes de la presentación, prepara su cuerpo y su memoria, se sacude de la vida porque debe interpretar otra vida.

Durante algunas horas no estará sobre la tierra, no contestará el teléfono, debe jugar (to play) con reglas implacables a ser lo que tiene que ser que es estar donde tiene que estar.

Deja este mundo, entra en otro.

El espectador, ojalá, debería cumplir el mismo rito.

Durante la función, juramentarse para desconectarse de la vigilia y entrar en un mundo más cercano a lo onírico, el mundo tal vez auténtico, el único mundo real dejando atrás eso que llamamos realidad y que es opaco, gris y que ojalá transite sin dramatismos y que ojalá lo dramático ocurra solo en el teatro y que por eso lo necesitamos, para que nos cure de la realidad de afuera y nos haga entrar en el sentido de esas catástrofes personales o colectivas recreadas en la metáfora y la belleza para nuestro alivio.

El actor es un curandero, un sanador, un terapeuta.

Entrega un servicio a la comunidad. Salva almas perdidas.

Debe cuidar intensamente la propia.

Ha sido designado con un dedo que viene de arriba, ojalá, los hay designados desde el inframundo, para cumplir una tarea de limpieza espiritual.

Si hay Dios, que los ampare.

El actor parece divertirse. Juega pero no payasea.

Y jugar es más estricto que trabajar.

Se nota cuando el actor trabaja y no juega. Es más irresponsable, más leve su compromiso, va por la paga y eso resiente la jornada.

El aplauso, en algunas culturas no existe, es un gesto de agradecimiento.

Los japoneses dan golpes de alma en el templo de sus antepasados.

El espectador occidental se levanta de su silla y aplaude y hasta grita aunque tenga el corazón en la mano.

Nada más difícil que ese sacrificio humano en que el espectador es el chivo expiatorio.

Pero, confesémoslo, ese es el truco final.

Muere el actor para que muera el espectador identificado masivamente.

Esa maestría permite al público resucitar y sacudirse de la muerte del día a día.

Termina la función como una celebración de la vida.

Como el triunfo sobre la muerte y la soledad. Sobre el tiempo (la muerte) y la soledad (el espacio)

Durante algunas horas o menos, todo ha sido belleza.

Se sublimaron los instintos más feroces, se perdonaron y comprendieron las traiciones, se pensó y se sintió, se citaron Brecht y Artaud y Stanislavski, se viajó del cuerpo hacia la mente y voz y movimiento trabajaron desde el grado cero a la plenitud máxima del teatro.

Espectador y actor regresan a la vida.

Han visitado el sendero hacia la muerte, han recorrido el Gran Teatro del Mundo, han reído y si el trabajo ha sido realmente sólido, han llorado.

El actor puede respirar hondo, regresar a su estado febril, a la calamidad del cuerpo común, a la condición carnal. Quiere beber algo que lo aturda aunque sabe que aturdirse no es lo mejor para su oficio. Pero lo necesita. La hiper lucidez cansa, como la hiperventilación puede hacer perder el conocimiento.

¿Qué aprende el actor de cada función? Que puede triunfar sobre la muerte.

Que ha venido al mundo a algo.

La función restaura el sentido.

Deprimido casi no se puede actuar. El dolor mental anula el trabajo de libertad absoluta de la actuación.

Entrenamiento del alma, entrenamiento del cuerpo.

Oficio demasiado serio.

El cuerpo humano es siempre un signo que se lee.

Es historia y el actor debe comprenderla.

Por eso el vestuario no es disfraz sino época, cultura, otro cuerpo de otro siglo.

Y la máscara es personaje, no ocultamiento.

El escenario no es un baile de máscaras.

El carnaval colinda con el teatro pero no tiene sus reglas homicidas.

Escribo desde el lecho sintiendo la música de las palabras en mi pecho.

Conozco la escena de mis piezas como la palma de mi mano.

Cuando he actuado puedo recorrer por años el territorio sin mapa.

Cuando he escrito reconozco en el actor las señas que intuía y me conmueve ver lo lejos que llegan las palabras al hacerse cuerpo.

Escribo desde hace diez años una obra imposible: el Tratado Nacional del Cuerpo.

Toda línea ha sido borrada. Debería ser una composición musical, debería ser danza cotidiana, sucesión de escenas. Me quedo con vagos bocetos, dibujos.

En el camino escribo al azar acumulando textos que no llegan a la escena. No encuentran a su actor, no dan con el momento, no quieren o no pueden.

El Tratado Nacional del Cuerpo pare escritos, piezas teatrales, esta misma clase, estas notas redactadas en un lecho acatarrado.

Con la muerte de un maestro, Andrés Pérez, partieron borradores que sólo él podía llevar a escena. Conversaciones sobre la religiosidad del cuerpo en la historia.

El cuerpo de Chile, la cueca, la cumbia, el cuerpo a tierra, el que no salta es momio, la balacera, la tortura, la mutilación, la guitarra, el puño en alto, el signo de la victoria, el corte al rape, el pelo hasta la cintura, el coito a la paraguaya, el gol de chilena, el cadáver del dictador, los cuerpos lanzados al mar con las muñecas atadas con alambre y los pies enterrados en bloques de cemento, el paso de ganso, los pantalones bajo la cintura, el sobrepeso y la anorexia, la bulimia y el bullyng, el intento de suicidio y el salto al vacío, la gesticulación del orador, el ruido de sables, el corrido y la ranchera, los desnudos del Parque Forestal, el frío del invierno, el Metro oliendo a sudor, axila, sobaco, pata, poto, la guata, el guatón Loyola, la flaca de la esquina, el chino, el negro, el huaso, el huevón y la huevona, las palabras con que Chile nombra su cuerpo, choro, ganso, hueco, gañán, bacán, mino, rica, bueno, buena, raja, pico, chucha, puta la huevada, dios nos salve, dios nos pille confesados, está quedando la cagada, y ya lo ve y ya lo ve aquí estamos otra vez, viva chile mierda.

Fraseo donde la palabra se confunde con el cuerpo, escatología del ser nacional, no puedo sino imaginar.

La obra teatral imposible.

Los documentos se funden en imágenes.

Necesito convertirlos en una experiencia al estilo del Teatro de los Sentidos de Enrique Vargas.

Busco y casi encuentro compañeros de viaje.

Siempre a punto.

Falta el tiempo y el espacio y la paciencia de buscar sin saber.

Cuerpos dispuestos a la aventura de perderse en la restauración por dolorosa que sea del cuerpo nacional.

El Cuerpo de Chile necesita un actor anómalo.

Lo tuve, murió ahogado en sus vómitos.

Decía mis textos como un poseso.

Apareció desnudo en escena tapándose mal con una página escrita los genitales, con una escopeta en la otra mano y la mirada perdida.

Y creí que era Artaud que venía a encontrarme.

Y lo perdí a Rodrigo Marquet como a Andrés Pérez, mediúms mayores, espíritus tocados por el fuego.

Y estoy solo en casa escribiendo para este mediodía de viernes confiando en que el tiempo sea benigno, la salud me acompañe y pueda encontrar algún compañero o compañera de ruta.

Y la noche se deja caer triste.

Y el cuerpo de este mal actor mayor se confunde y no distingue entre actor y personaje.

En cierta ocasión, durante solo tres funciones, fui Cervantes agonizando, intentando comunicarse con Shakespeare. De la mano de Julio Pincheira, primo en cuarto grado, la historia es larga y aquí no cabe, hasta hablé con acento castellano y sentí como agonizaba entonces mi padre.

Fui el cuerpo de mi padre.

Ahora él está muerto. Hace un año que dejó de sufrir en este mundo.

A un hermano suyo debo el vicio del teatro.

A él la medicina.

A mi madre que hoy pierde la memoria, mala cosa para un actor, la pasión por el arte.

Al francés de mi bisabuela el amor a las palabras que no entendía.

Estas líneas le hablan a ese actor necesario para un teatro que aun no sabemos escribir.

Maestro de generaciones, disfruto verlos estrenando.

Están cada vez más cerca de la pieza perfecta.

Yo me siento a ratos cada vez más lejos.

Quizás ese sea el método.

El mismo del actor.

La humildad y la serenidad, la templanza y la paciencia.

Quedarme quieto esperando el rayo del cielo.

En absoluto silencio.


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