ALGUNOS APUNTES SOBRE EL OFICIO QUE ENCONTRÉ Y AGRADECÍ
Citas narración
"En efecto, las novelas mienten —no pueden hacer
otra cosa—
pero ésa es sólo una parte de la historia. La otra es que, mintiendo,
expresan una curiosa verdad, que sólo puede expresarse disimulada
y encubierta, disfrazada de lo que no es." Mario Vargas Llosa.
APUNTES SOBRE LA DRAMATURGIA
EUGENIO BARBA
Llamamos dramaturgia a una
sucesión de acontecimientos basada en una técnica que apunta a proporcionar a
cada acción una peripecia, un cambio de dirección y tensión. La dramaturgia no
está ligada únicamente a la literatura dramática, ni se refiere sólo a las
palabras o a la trama narrativa. Existe también una dramaturgia orgánica o
dinámica, que orquesta los ritmos y dinamismos que afectan al espectador a
nivel nervioso, sensorial y sensual. De este modo se puede hablar de
dramaturgia también para aquellas formas de espectáculo – ya sean llamadas
danza, mimo o teatro – que no están atadas a la representación ni a la
interpretación de historias. Existe entonces una dramaturgia narrativa que enlaza
los acontecimientos y los personajes y orienta a los espectadores sobre el
sentido de lo que están viendo.
Esto puede también unir formas y
figuras que no cuentan historias pero que van devanando variaciones de
imágenes. Y existe una dramaturgia orgánica o dinámica que apela a un nivel
diferente de percepción del espectador, es decir su sentido cenestésico y su
sistema nervioso. En realidad, cada escena, cada secuencia, cada fragmento del
espectáculo posee una dramaturgia propia. La dramaturgia es una manera de
pensar.
Es una técnica que nos permite
organizar los materiales para poder construir, develar y entrelazar relaciones.
Es el proceso que nos permite transformar un conjunto de fragmentos en un único
organismo en el cual los diferentes trozos no se pueden ya distinguir como
objetos o individuos separados. Podemos hablar de una dramaturgia global del
espectáculo y una dramaturgia para cada actor, una dramaturgia para el director
y una para el autor. Incluso podemos mencionar una dramaturgia para el espectador,
que consiste en el modo en que cada espectador vincula lo que ve en el
espectáculo a lo que pertenece a su propia experiencia y lo llena con sus
propias reacciones emotivas e intelectuales.
La dramaturgia crea coherencia.
La coherencia no significa necesariamente claridad. Es la complejidad que anima
una estructura y permite al espectador llenarla con su propia imaginación e
ideas.
Los materiales de actuación
La actuación trabaja y se
constituye sobre tres tipos de relaciones:
1. Entre lo “visible” y lo
“invisible”.
Entre el diseño exterior y lo mental, incluyendo en este último concepto las
imágenes personales del actor y las motivaciones utilizadas para ejecutar la
acción. Es un trabajo del actor sobre sí mismo, desentendido de la relación con
los otros compañeros y el público. En este nivel el actor opera sobre su propia
energía realizando las partituras de movimientos entre dos polos: forma vs
precisión.-
2. Entre el actor y el espacio,
el tiempo, los objetos, la música, el texto (en tanto que sonoridad a trabajar
con la voz), los silencios, las luces, el vestuario y los compañeros de escena.
El actor trabaja su relación con “lo otro que está en escena”. Este plano de
relaciones abarca la objetividad escénica y la textualidad (texto, hechos particulares
de los personajes, historia en su totalidad) Es la relación que el actor
entabla con otras realidades (objetos y sujetos) exteriores a su organismo
psicofísico. El actor deberá realizar operaciones de transformación sobre estos
objetos y sujetos, los que a su vez crearán tensiones y transformaciones en el
propio actor.
La introducción de un accesorio
en el espectáculo significa la presencia activa de un “compañero”
(alguien/algo) que nos ayuda a reaccionar. Tengo que descubrir las “vidas” del
objeto, sus múltiples utilizaciones, no sólo funcionales sobre la base del
objeto mismo, sino sugestiones, invenciones, “encarnaciones” sorprendentes.
¿Cuál es su columna vertebral? ¿Cómo trabaja? ¿Puede marchar, bailar, volar,
deslizarse? ¿Y su dinamismo? ¿Es veloz? ¿Puede hacerse lento? ¿Es pesado?
¿Puede volverse ligero? ¿Qué asociaciones nuevas puede despertar? ¿Cómo lo
puedo manipular siguiendo la lógica de esas asociaciones? El objeto tiene
“voz”. ¿Cómo hacer surgir sus potencialidades sonoras, cómo estructurarlas en
melodías, en acentos que subrayen las acciones (1)?
Si le permitimos al objeto
descubrir su libertad, su emancipación frente a nuestro control, obligamos a
nuestro cuerpo/mente a estar totalmente presente, listo para reaccionar frente
a las tareas más sencillas. No intentamos “expresar” algo. Intentamos sólo
ejecutar, estar en la acción con toda nuestra presencia (2).
El actor deberá entonces enmarcar
la objetividad (lo otro que está en escena) en esquemas ficcionales, en
contextos narrativos o descriptivos, en los cuales actuará transformando esa
objetividad y transformándose. La tarea del actor en este segundo nivel de
relaciones no es sólo energética, sino esencialmente lingüística. Si el primer
nivel es el dominio del cuerpo, este segundo nivel es el dominio del lenguaje.
Cuerpo y lenguaje son las dos
riberas firmes que encauzan el fluir cálido y evasivo de la sangre de la
actuación escénica (3).
Coincidimos con José Luis
Valenzuela en que esa palabra, ese lenguaje es siempre del otro entendido como
ese sistema de convenciones significantes que se nos impone y que regula la
construcción de nuestro decir inteligible (4).
3. Entre el actor y su público.
El tercer nivel es el de la totalidad, es el tejido que revela patrones,
matices, colores, dibujos; es la mina de la cual cada espectador va a extraer
los significados. Es el nivel en el cual hay una elaboración precisa por parte
del bailarín/actor para crear imágenes, asociaciones en el espectador, para
dirigir su (a)tens(c)ión hacia perspectivas inusuales o inesperadas (5).
Es en este nivel donde aparece la
significación y donde el actor seduce al espectador, lo hace reaccionar, lo
induce a pensar, se transforma en la causa de su deseo.
Cenestesia (del griego koiné, común y áisthesis, sensación), etimológicamente
significa sensación o percepción del movimiento. Son las sensaciones que se
trasmiten continuamente desde todos los puntos del cuerpo al centro nervioso de
las aferencias sensorias. Abarca dos tipos de sensibilidad: la sensibilidad
propiamente visceral (“interoceptiva”) y la sensibilidad “propioceptiva” o
postural, cuyo asiento periférico está situado en las articulaciones y los
músculos (fuentes de sensaciones kinestésicas) y cuya función consiste en
regular el equilibrio y las sinergias (las acciones voluntarias coordinadas)
necesarias para llevar a cabo cualquier desplazamiento del cuerpo.
DRAMATURGIA
Y NARRATIVA. ALGUNAS FRONTERAS EN EL CIELO :: POR MAURICIO KARTUN
Vivo y trabajo desde hace treinta
años en un territorio incierto e inefable: el del texto teatral. Un lugar cuyos
límites comprimen y cuestionan desde siempre sus potencias vecinas: la
narrativa y la actividad escénica. Cierta vuelta de algunas formas del teatro a
la narración, a la rapsodia, han abierto algunas esperanzas de amnistía. No me
hago demasiada ilusión. En su condena semántica todo confín confina. Y he
quedado del lado de adentro de esta comarca mediterránea. Sin mar. La
dramaturgia es la Bolivia del territorio literario. Por suerte nos queda de vez
en cuando volar. O darse unas vueltitas cada tanto por el borde de esos campos
de al lado a ver qué se roba. Y disfrutar –claro- como cualquier habitante de
frontera de pararse en la línea del límite y soñar que no se está en ningún
lado. Tal vez no haga falta ponerse en puntas de pie. En su estrafalario
concepto, en su etimología paradójica, la voz Límite: en el latín
“Limes” («limus», atravesado): “sendero entre dos campos” instala la existencia
fantástica de un tercer espacio inter (y extra) fronteras. Un espacio público,
ácrata e impropio en el sentido literal. Un callejón sin dueño entre dos
propiedades. Es desde ese pasillo semiótico que buscan vagar estos comentarios.
Reflexiones de un flaneur desde ese sendero apátrida que existe y que no
existe. Mirando a veces para un lado, a veces para el otro o perdiendo la
mirada en esa calzada metafísica. Ojo, nada trascendente. Al fin y al cabo se
trata de arte. Nada demasiado serio.
La diáspora
Expulsados del territorio
escénico por el poder del soporte performático, algunos autores desaparecieron
en el desierto. Otros mutamos a director y en el serpenteo converso encontramos
la manera de sobrevivir en él. Perseguidos desde siempre en el campo de las letras,
los últimos Premios Nobel – Fo, Jelineck y Pinter- nos han extendido apenas un
limitado y fugaz salvoconducto. Ha quedado lejos en el tiempo el visado
shakespereano, aquel prestigio que alguna vez brilló sobre el género. Tras
veintitrés siglos de monopolio en la tarea esta de contar una historia que
entretanto se vea, el nacimiento del cine y luego la televisión pusieron en
franca crisis su lenguaje. Creo en el fondo que nada le ha venido mejor al
teatro: en su omnipotencia creativa, sentado sobre los laureles, no venía
haciendo otra cosa que repetirse de manera algo idiota. Tal vez porque no tuvo
más remedio o tal vez porque el diablo sabe por viejo, dividió en la quiebra el
territorio con inteligencia: se quedó con el mecanismo de condensación y la voluntad
poética, le cedió al cine el relato, el “cuentito”, y el plato con los restos
que quedaban del viejo festín, unos pedazos fieros de costumbrismo, se los dio
a comer a la tevé que se los tragó golosa. Y le presto sus artistas -sus
juguetes- a los nuevos hermanos para que jugaran con ellos. Actores, directores
y dramaturgos recibimos el pasaporte múltiple. Ciudadanos de la Comunidad
Audiovisual. Pero nada es gratis. Por esa triple nacionalidad los escritores
pagamos su precio. Condenados por el cine al anónimo estado de guionistas,
degradados por la tevé a la sufrida casta de dialoguistas, el antiguo
territorio del poeta dramático se ha ido cerrando más cada vez. No la pasamos
mal de todos modos aquí adentro: los países diminutos se permiten leyes y licencias
que no todos. Recorro encerrado pero feliz los muros del sistema. Y en el
placer inefable de todo caminante aprovecho las sombras cada tanto y les meo a
los vecinos la pared.
Los territorios de la palabra
La frontera más popular. Allí la
narrativa y la poesía construyendo desde su herramienta más poderosa: el
lenguaje literario, la retórica. Aquí la dramaturgia. Ese chatarrero que hace
fortuna con el deshecho: la materia coloquial. Tal vez por eso el descrédito
¿cómo podría hacerse algo digno procesando lo indigno, lo vulgar, aquel sonido
monótono que nos acompaña por la vida? El diálogo es residuo puro. Materia
despreciable. En el instante mismo de ser proferido cambia su condición
conducente por la de basura. Tal vez por eso, por su paso tan fugaz por lo
útil, por lo profano, se vuelve en manos del poeta, en sus procedimientos,
inmejorable materia sagrada.
Déjenme ponerme duchampiano: como
cualquier ready made la materia coloquial exige un procedimiento de exposición
que la vuelva arte. Es en el marco de la galería, las luces y el vernissagge
que el orinal se vuelve creación. Donde puede ser visto tras el roto cristal de
la costumbre al decir de Proust. La pieza teatral es el lugar en que los
autores exponemos mingitorios. Vueltos hacia abajo, recortados, coloreados, la
dramaturgia no hace en su procedimiento otra cosa que la que hace la poesía:
una concentración de lenguaje. Solo que el nuestro no tiene valor hasta que la
luz de la galería lo ilumina. Y agrega a esa extravagante economía de materia
prima su virtud más preciosa y menos vislumbrada: la riqueza melódica,
conceptual y rítmica de su estructura polifónica: la convivencia en una
misma unidad textual de una variedad de voces que hacen de todo gran texto
teatral además una secreta sinfonía. Aquello que el dramaturgo escucha y arma
luego en su rara partitura. Eso que Schiller provocaba a los gritos: “La
percepción se verifica en mí primeramente sin objeto claro y definido; este se
forma más tarde. Un estado de alma musical le precede y engendra en mí la idea
poética”. solo se trata de disposición musical. La dramaturgia es oreja
pura.
Los territorios de la cabeza
La novela cuenta acontecimientos
desde una conciencia. La dramaturgia cuenta una conciencia desde los
acontecimientos. Un mecanismo inverso y especular. Ciertamente vulgar si lo
pensamos desde la acción cotidiana: acontecer es un acto que realizamos nos
guste o no y en cambio tener conciencia es algo que practicamos más bien poco.
Es raro y extranjero sin embargo si lo miramos desde el hacer de otras
escrituras. Si la poesía y la narrativa son la diestra del acto literario, los
dramaturgos somos los zurdos del aula. Los cerebros en espejo que al intentar
hacer lo mismo hacen otra cosa con otra parte del cuerpo. Y sin metáfora
alguna. Ya veremos. Nadie ha definido mejor que Nietzche esta insólita
desviación: “Es poeta aquel que posee la facultad de ver sin cesar muchedumbres
aéreas vivientes y agitadas a su alrededor; es dramaturgo el que siente además
un impulso irresistible a metamorfosearse él mismo y a vivir y obrar por medio
de esos otros cuerpos y esas almas… Verse a sí mismo metamorfoseado ante sí y
obrar entonces como si realmente se viviese en otro cuerpo con otro carácter”.
Verse a sí mismo ante sí: la gran paradoja del autor teatral. Metamorfosearse y
vivir por medio de otros cuerpos: su perversa pulsión travesti. El intrincado
mecanismo de la creación dramatúrgica puede ser expresado en una acción de
sencillez pasmosa: una improvisación imaginaria, en la que somos a la vez
soñadores y soñados, percibida por todos los sentidos a través de un cuerpo
ajeno y registrada en forma de palabra escrita. Así de simple y de
complejo: un sistema creador en el que –parafraseando a Tristán Tzara- el
pensamiento se hace en la boca.
Los estados unidos del soporte
Territorios ajenos y propios.
Deslindes. Fronteras. La región misma de la actividad teatral es un
rompecabezas de fragmentos encastrados. Como en cualquier geopolítica: es
inútil hablar de estados si no se los identifica primero en un mapa. Aquí el
atlas:
El estado de Representación. He
ahí el fin último del acto teatral. Tomémoslo por cierto aunque veremos luego
que siempre habrá un más allá. Representar. En su prefijo el término
expresa la acción con elocuencia: re-presentar, presentar otra vez. Eso
hacen los cómicos, vamos. ¿Pero presentar qué? ¿Cuál es ese presente
(ese regalo encintado y con tarjeta) que se vuelve a exhibir aparatosamente
cada vez? El texto teatral, claro. Sobre esa presenciatrabajamos los
dramaturgos. Ese es nuestro arte-facto y nuestra condena (aunque la materia
prima sea otra como ya vimos) y es ese nuestro territorio más conocido.
Presentar y representar. Tenemos hasta acá dos naciones y el mundo parece
haberse acabado. Pero basta seguir en esta psicótica pesquisa de pre-fijos y
ese área misma del pre-sentar se divide también a su vez implicando
antes a ese pre, y ahora a ese sentar que aparece de esta forma
entonces al fin como origen, como caos inicial, como primitiva tierra sin
dueño. La tercera nación. La del Sentar: el acto virtual e imaginario
-según el Diccionario de la Real Academia-, de “dar por supuesta o cierta
alguna cosa”. Y es eso, claro, lo que hacemos ante todo: dar algo por cierto,
que por cierto no lo es. Y convencer a todo el resto de que sí. Y es en esa
construcción original: la ficción, donde los territorios de la narrativa
y la dramaturgia se funden, pierden límite político (al fin y al cabo un vulgar
acuerdo de hombres) para instalar el territorio común, libertario, subversivo y
gozoso del gran mecanismo creador: la mentira. De la farsa, la tramoya
-si queremos llamarlo como lo hacemos de este lado del confín-, del cuento,
la fábula, si queremos nombrarla en el lenguaje del otro. El mito. La
mentira: la única forma sagrada, al fin y al cabo, que puede alcanzar la
verdad. Farsantes, tramoyistas, cuenteros, noveleros, fabuladores: la mentira
es el origen de sangres que junta a las dos hordas. Que las apasiona en un
furor común, esta compulsión genética de embaucadores: colonizar a cualquier
precio el cuarto y último territorio: el definitivo -nuestro asalto al cielo-:
el soporte final: la cabeza de la víctima. Del ingenuo (espectador o
lector según sea el esfínter que guste ofrecer a la violación). Ese que entrega
candoroso su comarca –su cuerpo- a la horda okupa. Así es: dramaturgos,
narradores: el soporte último de la manufactura, del gatuperio, es el mismo: la
cabeza del otro. Su imaginario extorsionado por el poder de la emoción,
confundido por lo categórico de los conceptos o mareado por la hipnosis de la
identificación. Cuál es la diferencia entonces: apenas operativa: cómo entra,
cuál es su caballo de Troya: si un sistema de signos cerrado y preciso (la
palabra escrita) o uno abierto, incierto, encarnado y desmultiplicado en el complejo
discurso del cuerpo y el espacio, el teatro. En todo caso: siempre se trata de
hablar. Siempre habrá una voz. Personificada habitualmente -en los
caracteres del teatro o en la primera persona o las escenas de la narrativa-, o
más descarnada (si tal cosa fuera posible en el imaginario) en la tercera
persona del relato o en el narrador de muchas obras teatrales. O sea: lo mismo:
un sistema que para embaucar se vale delpersonaje (y hago aquí fanfarrón
los créditos correspondientes que honran a la casa: Personaje, de Personare:
la máscara con bocina con que vociferaban los caracteres de la tragedia
griega). Cómo y en qué entramos a esa otra región a colonizar. He ahí la
verdadera diferencia. Y cómo impone una vez adentro cada uno su discurso de
poder. En un ejercicio de cinismo básico todo creador sabe que cualquier obra
creada muestra sus méritos en un mecanismo doble: sus virtudes estéticas y
poéticas por un lado y su capacidad comunicadora por el otro: su condición de
entretener, de tener entre al receptor y sostenerlo contra la superficie
comunicante en contacto franco, gozoso y extendido. Y en eso cualquier literato
–narrador o poeta- nos lleva a los dramaturgos una ventaja inefable: el libro
puede ser dejado y retomado y vuelto a dejar y retomar según las fuerzas de la
víctima y su deseo perverso de ser engañado se lo reclamen. En el teatro el
duelo es a matar o morir: no sólo es inmensamente más difícil mentir mirando a
alguien a los ojos; es un esfuerzo más tremendo aun el de conseguir que el
espectador esté ahí durante todo el tiempo que la mentira requiera.
Dramaturgia: de drama: gente en acción. Tal vez se pueda al fin
entender desde allí el porqué del mecanismo este inseparable de lo teatral, del
conflicto: la única manera en realidad de inmovilizarlo durante el tiempo que
el soporte necesita para desarrollar completa su mentira. Como la avispa que
mantiene viva y narcotizada a la araña mientras sus huevos crecen protegidos en
el interior de la cautiva, la progresión hace al espectador víctima de
su propia debilidad: la expectativa. Y es allí embotado que lo inyecta de
sentido con el verdadero y más oculto fluido constructor del texto teatral. La
verdadera carne de su corpus. Eso de lo que Aristóteles no habló: la
digresión: La jeringa que insemina a la bestia –el público- con el pasado y
la extraescena que aludidos de manera velada crecen en la cabeza de ese
receptor consiguiendo el milagro: que cualquier buena obra teatral asistida por
un imaginario lo suficientemente desbocado se transforme en esa cabeza tomada
en una novela. No es al fin y al cabo una obra teatral otra cosa: el lugar de
confluencia y condensación de las imágenes de una novela a la que un recorte
-su discurso- refiere siempre metonímicamente. La parte visible de un iceberg
–por tomar la vieja metáfora- que mantiene presente en nuestra imaginación
aunque ausente en nuestros ojos a esa otra parte sumergida que nos va creciendo
adentro, alimentándose de nuestras propias imágenes y volviéndose la verdadera
materia de la recepción. Texto teatral o novela. Las fronteras al fin y al cabo
se borran cuando llega cada una al territorio en disputa. El cráneo de la
víctima. Su mollera. El cielo de los creadores de ficción. El único lugar al
fin y al cabo donde la trascendencia se materializa. Y allí arriba –como suele
decirse- somos todos iguales.
1. Cuando un
escritor escribe una novela, debería crear a gente viva; personas, no
personajes.
2. Escribe frases breves. Comienza siempre con una oración corta. Utiliza un
inglés vigoroso. Sé positivo, no negativo.
3. A veces,
cuando me resulta difícil escribir, leo mis propios libros para levantarme el
ánimo, y después recuerdo que siempre me resultó difícil y a veces casi
imposible escribirlos.
4. Las
personas de una novela, no los personajes construidos con habilidad, deben ser
proyectadas desde la experiencia asimilada del escritor, desde su conocimiento,
desde su cabeza, , desde su corazón y desde todo lo suyo.
5. Quería
escribir como Cezanne pintaba. Cezanne empezaba con todos los trucos. Después
destruía todo y empezaba de verdad.
6. Evita el
uso de adjetivos, especialmente los extravagantes como “espléndido, grande,
magnífico, suntuoso”.
7. Por el
amor de cristo, escribe y no te preocupes por lo que los muchachos dirán, ni de
si será una pieza magistral o qué.
8. Seriedad
absoluta en lo que se escribe, es una de las dos necesidades categóricas. La
otra, por desgracia, es el talento.
9. Mi
tentación siempre es escribir demasiado. Lo mantengo bajo control para no tener
que cortar paja y reescribir. Los individuos que piensan que son genios porque
nunca han aprendido a decir no a una máquina de escribir, son un fenómeno
común.
10. Un
escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del
conocimiento personal o impersonal.
11. El don más
esencial para un buen escritor es un detector de mierda interno, a prueba de
choques. Es el radar del escritor ytodos los grandes lo han tenido.
12. Un
escritor de nuestro tiempo tiene que escribir lo que no ha sido escrito antes o
superar a los escritores muertos en lo que hicieron. La única manera en que
puede decir cómo va, es compitiendo con los hombres muertos… Pero la lectura de
todos los buenos escritores podría desanimarlo. Entonces debe ser desanimado.
13. Para escribir me retrotraigo a la antigua desolación del cuarto de hotel en
el que empecé a escribir. Dile a todo el mundo que vives en un hotel y
hospédate en otro. Cuando te localicen, múdate al campo. Cuando te localicen en
el campo, múdate a otra parte. Trabaja todo el día hasta que estés tan agotado
que todo el ejercicio que puedas enfrentar sea leer los diarios. Entonces come,
juega tenis, nada, o realiza alguna labor que te atonte sólo para mantener tu
intestino en movimiento, y al día siguiente vuelve a escribir.
14. Evita lo
monumental. Rehuye lo épico. El individuo que puede pintar cuadros enormes muy
buenos, puede pintar cuadros pequeños muy buenos.
EL DATO
ESCONDIDO
Mario Vargas
Llosa
En alguna parte, Ernest Hemingway cuenta que, en sus comienzos literarios, se
le ocurrió de pronto, en una historia que estaba escribiendo, suprimir el hecho
principal: que su protagonista se ahorcaba. Y dice que, de este modo, descubrió
un recurso narrativo que utilizaría con frecuencia en sus futuros cuentos y
novelas. En efecto, no sería exagerado decir que las mejores historias de
Hemingway están llenas de silencios significativos, datos escamoteados por un
astuto narrador que se las arregla para que las informaciones que calla sean
sin embargo locuaces y azucen la imaginación del lector, de modo que éste tenga
que llenar aquellos blancos de la historia con hipótesis y conjeturas de su
propia cosecha. Llamemos a este procedimiento ‘el dato escondido’ y digamos
rápidamente que, aunque Hemingway le dio un uso personal y múltiple (algunas
veces, magistral), estuvo lejos de inventarlo, pues es una técnica vieja como
la novela y que aparece en todas las historias clásicas.
Pero,
es verdad que pocos autores modernos se sirvieron de él con la audacia con que
lo hizo el autor de El viejo y el mar. ¿Recuerda usted ese cuento magistral,
acaso el más célebre de Hemingway, llamado “Los asesinos”? Lo más importante de
la historia es un gran signo de interrogación: ¿por qué quieren matar al sueco
Ele Andreson ese par de forajidos que entran con fusiles de cañones recortados
al pequeño restaurante Henry’s de esa localidad innominada? ¿Y por qué ese
misterioso Ole Andreson, cuando el joven Nick Adams le previene que hay un par
de asesinos buscándolo para acabar con él, rehúsa huir o dar parte a la policía
y se resigna con fatalismo a su suerte? Nunca lo sabremos. Si queremos una
respuesta para estas dos preguntas cruciales de la historia, tenemos que
inventárnosla nosotros, los lectores, a partir de los escasos datos que el
narrador omnisciente e impersonal nos proporciona: que, antes de avecindarse en
el lugar, el sueco Ole Andreson parece haber sido boxeador, en Chicago, donde
algo hizo (algo errado, dice él) que selló su suerte.
El
‘dato escondido’ o narrar por omisión no puede ser gratuito y arbitrario. Es preciso
que el silencio del narrador sea significativo, que ejerza una influencia
inequívoca sobre la parte explícita de la historia, que esa ausencia se haga
sentir y active la curiosidad, la expectativa y la fantasía del lector.
Hemingway
fue un eximio maestro en el uso de esta técnica narrativa, como se advierte en
“Los asesinos”, ejemplo de economía narrativa, texto que es como la punta de un
iceberg, una pequeña prominencia visible que deja entrever en su brillantez
relampagueante toda la compleja masa anecdótica sobre la que reposa y que ha
sido birlada al lector. Narrar callando, mediante alusiones que convierten el
escamoteo en expectativa y fuerzan al lector a intervenir activamente en la
elaboración de la historia con conjeturas y suposiciones, es una de las más
frecuentes maneras que tienen los narradores para hacer brotar vivencias en sus
historias, es decir, dotarlas de poder de persuasión.
¿Recuerda
usted el gran ‘dato escondido’ de la (a mi juicio) mejor novela de Hemingway,
The sun also rises? Sí, esa misma: la importancia de Jake Barnes, el narrador
de la novela. No está nunca explícitamente referida; ella va surgiendo -casi me
atrevería a decir que el lector, espoleado por lo que lee, la va imponiendo al
personaje- de un silencio comunicativo, esa extraña distancia física, la casta
relación corporal que lo une a la bella Brett, mujer a la que transparentemente
y que sin duda también lo ama y podría haberlo amado si no fuera por algún
obstáculo o impedimento del que nunca tenemos información precisa. La
impotencia de Jake Barnes es un silencio extraordinariamente explícito, una
ausencia que se va haciendo muy llamativa a medida que el lector se sorprende
con el comportamiento inusitado y contradictorio de Jake Barnes para con Brett,
hasta que la única manera de explicárselo es descubriendo (¿inventando?) su
importancia. Aunque silenciado, o, tal vez, precisamente por la manera en que
lo está, ese ‘dato escondido’ baña la historia de The sun also rises con una
luz muy particular.
La celosía,
de Robbe-Grillet (La Jalousie, en francés) es otra novela donde un ingrediente
esencial de la historia –nada menos que el personaje central – ha sido exiliado
de la narración, pero de tal modo que su ausencia se proyecta en ella de manera
que se hace sentir a cada instante. Como en casi todas las novelas de
Robbe-Grillet, en La Jalousie no hay propiamente una historia, no por lo menos
como se entendía a la manera tradicional –un argumento con principio,
desarrollo y conclusión-, sino, más bien, los indicios o síntomas de una
historia que desconocemos y que estamos obligados a reconstruir como los
arqueólogos reconstruyen los palacios babilónicos a partir de un puñado de
piedras enterradas por los siglos, o los zoológicos reedifican a los
dinosaurios y pterodáctilos de la prehistoria valiéndose de una clavícula o un
metacarpo. De manera que podemos decir que las novelas de Robbe-Grillet están
todas concebidas a partir de ‘datos escondidos’.
Ahora
bien, en La Jalousie este procedimiento es particularmente funcional, pues,
para que lo que en ella se encuentra tenga sentido, es imprescindible que esa
ausencia, ese ser abolido, se haga presente, tome forma en la conciencia del
lector. ¿Quién es ese ser invisible? Un marido celoso, como lo sugiere el
título del libro con su ambivalente significado (jalousie es celosía, una
ventana enrejada, pero también los celos), alguien que, poseído por el demonio
de la desconfianza, espía minuciosamente todos los movimientos de la mujer a la
que cela sin ser advertido por ella. Esto no lo sabe con certeza el lector; lo
deduce o inventa inducido por la naturaleza de la descripción, que es la de una
mirada obsesiva, enfermiza, dedicada al escrutinio detallado, enloquecido, de
los más ínfimos desplazamientos, gestos e iniciativas de la esposa. ¿Quién es
el matemático observador? ¿Por qué somete a esa mujer a este asedio visual?
Esos ‘datos escondidos’ no tienen respuesta dentro del discurso novelesco y el
propio lector debe esclarecerlos a partir de las pocas pistas que la novela le
ofrece. A esos ‘datos escondidos’ definitivos, abolidos para siempre de una
novela, podemos llamarlos elípticos, para diferenciarlos de los que sólo han
sido temporalmente ocultados al lector, desplazados en la cronología novelesca
para crear expectativa, suspenso, como ocurre en las novelas policiales, donde
sólo al final se descubre al asesino. A esos ‘datos escondidos’ sólo
momentáneos -descolocados- podemos llamarlos ‘datos escondidos en hipérbaton’,
figura poética que, como usted recordará, consiste en descolocar una palabra en
el verso por razones de eufonía o rima (“Era del año la estación florida…” en
vez del orden regular: “Era la estación florida del año…”).
Quizás
el ‘dato escondido’ más notable en una novela moderna sea el que tiene lugar en
la tremebunda Santuario (Sanctuary), de Faulkner, donde el cráter de la
historia -la desfloración de la juvenil y frívola Temple Drake, por Popeye, un
gángster impotente y psicópata, valiéndose de una mazorca de maíz- está
desplazado y disuelto en hilachas de información que permiten al lector, poco a
poco y retroactivamente, tomar conciencia del horrendo suceso. De este ominoso,
abominable silencio, irradia la atmósfera en que transcurre Santuario: una
atmósfera de salvajismo, represión sexual, miedo, prejuicio y primitivismo que
da a Jefferson, Memphis y los otros escenarios de la historia, un carácter
simbólico, de mundo del ‘mal’, de la perdición y caída del hombre, en el
sentido bíblico del término. Más que una transgresión de las leyes humanas, la
sensación que tenemos ante los horrores de esta novela -la violación de Temple
es apenas uno de ellos; hay, además, un ahorcamiento, un linchamiento por
fuego, varios asesinatos y un variado abanico de degradaciones morales- es la
de una victoria de los poderes infernales, de una derrota del bien por un
espíritu de perdición, que ha logrado enseñorearse de la tierra. Todo Santuario
está armado con ‘datos escondidos’. Además de la violación de Temple Drake,
hechos tan importantes como el asesinato de Tommy y de Red o la impotencia de
Popeye son, primero, silencios, omisiones que sólo retroactivamente se van
revelando al lector, quien, de este modo, gracias a esos ‘datos escondidos en
hipérbaton’ va comprendiendo cabalmente lo sucedido y estableciendo la
cronología real de los sucesos. No sólo en ésta, en todas sus historias,
Faulkner fue también consumado maestro en el uso del ‘dato escondido’.
Quisiera
ahora, para terminar con un último ejemplo de ‘dato escondido’, dar un salto
atrás de quinientos años, hasta una de las mejores novelas de caballerías
medievales, el Tirant lo Blanc, de Joanot Martorell, una de mis novelas de
cabecera. En ella el ‘dato escondido’ -en sus dos modalidades: como hipérbaton
o como elipsis- es utilizado con la destreza de los mejores novelistas
modernos. Veamos cómo está estructurada la materia narrativa de uno de los
cráteres activos de la novela: las bodas sordas que celebran Tirant y Carmesina
y Diafebus y Estefanía (episodio que abarca desde mediados del capítulo CLXII
hasta mediados del CLXIII). Este es el contenido del episodio. Carmesina y
Estefanía introducen a Tirant y Diafebus en una cámara del palacio. Allí, sin
saber que Plaerdemavida los espía por el ojo de la cerradura, las dos parejas
pasan la noche entregadas a juegos amorosos, benignos en el caso de Tirant y
Cermesina, radicales en el de Diafebus y Estefanía. Los amantes se separan al
alba y, horas más tarde, Plaerdemavida revela a Estefanía y Carmesina que ha
sido testigo ocular de las bodas sordas.
En la novela
esta secuencia no aparece en el orden cronológico ‘real’, sino de manera
discontinua, mediante ‘mudas’ temporales y un ‘dato escondido’ en hipérbaton,
gracias a lo cual el episodio se enriquece extraordinariamente de vivencias. El
relato refiere los preliminares, la decisión de Carmesina y Estefanía de
introducir a Tirant y Diafebus en la cámara y se explica cómo Carmesina,
maliciando que iba a haber “celebración de bodas sordas”, simula dormir. El
narrador impersonal y omnisciente prosigue, dentro del orden ‘real’ de la
cronología, mostrando el deslumbramiento de Tirant cuando ve a la bella
princesa y cómo cae de rodillas y le besa las manos. Aquí se produce la primera
‘muda temporal’ o ruptura de la cronología: “Y cambiaron muchas amorosas
razones. Cuando les pareció que era hora de irse, se separaron uno del otro y
regresaron a su cuarto”. El relato da un salto al futuro, dejando en ese hiato,
en ese abismo de silencio, una sabia interrogación: “¿Quién pudo dormir esa
noche, unos por amor, otros por dolor?” La narración conduce luego al lector a
la mañana siguiente.
Plaerdemavida
se levanta, entra a la cámara de la princesa Carmesina y encuentra a Estefanía
“toda llena de déjame estar”. ¿Qué ocurrió? ¿Por qué ese abandono voluptuoso de
Estefanía? Las insinuaciones, preguntas, burlas y picardías de la deliciosa
Plaerdemavida van dirigidas, en verdad, al lector, cuya curiosidad y malicia
atizan. Y, por fin, luego de este largo y astuto preámbulo, la bella
Plaerdemavida revela que la noche anterior ha tenido un sueño, en el que vio a
Estefanía introduciendo a Tirant y Diafebus en la cámara. Aquí se produce la
segunda ‘muda temporal’ o salto cronológico en el episodio. Este retrocede a la
víspera y, a través del supuesto sueño de Plaerdemavida, el lector descubre lo
ocurrido en el curso de las bodas sordas. El dato escondido sale a la luz,
restaurando la integridad del episodio.
¿La
integridad cabal? No del todo. Pues, además de esta ‘muda temporal’, como usted
habrá observado, se ha producido también una ‘muda espacial’, un cambio de
punto de vista espacial, pues quien narra lo que sucede en las bodas sordas ya
no es el narrador impersonal y excéntrico del principio, sino Plaerdemavida, un
narrador-personaje, que no aspira a dar un testimonio objetivo sino cargado de
subjetividad (sus comentarios jocosos, desenfadados, no sólo subjetivizan el
episodio; sobre todo, lo descargan de la violencia que tendría narrada de otro
modo la desfloración de Estefanía por Diafebus). Esta muda doble -temporal y
espacial- introduce pues una ‘caja china’ en el episodio de las bodas sordas,
es decir una narración autónoma (la de Plaerdemavida) contenida dentro de la
narración general del narrador-omnisciente. (Entre paréntesis, diré que Tirant
lo Blanc utiliza muchas veces también el procedimiento de las ‘cajas chinas’ o
‘muñecas rusas’. Las proezas de Tirant a lo largo del año y un día que duran
las fiestas en la corte de Inglaterra no son reveladas al lector por el
narrador-omnisciente, sino a través del relato que hace Diafebus al Conde de Varoic;
la toma de Rodas por los genoveses transparece a través de un relato que hacen
a Tirant y al Duque de Bretaña dos caballeros de la corte de Francia, y la
aventura del mercader Gaubedi surge de una historia que Tirant cuenta a la
Viuda Reposada.) De este modo, pues, con el examen de un solo episodio de este
libro clásico, comprobamos que los recursos y procedimientos que muchas veces
parecen invenciones modernas por el uso vistoso que hacen de ellos los
escritores contemporáneos, en verdad forman parte del acervo novelesco, pues
los usaban ya con desenvoltura los narradores clásicos. Lo que los modernos han
hecho, en la mayoría de los casos, es pulir, refinar o experimentar con nuevas
posibilidades implícitas en unos sistemas de narrar que surgieron a menudo con
las más antiguas manifestaciones escritas de la ficción.
Quizás
valdría la pena, antes de terminar esta carta, hacer una reflexión general,
válida para todas las novelas, respecto a una característica innata del género
de la cual se deriva el procedimiento del ‘dato escondido’, la parte escrita de
toda novela es sólo una sección o fragmento de la historia que cuenta: ésta,
desarrollada a cabalidad, con la acumulación de todos sus ingredientes sin
excepción -pensamientos, gestos, objetos, coordenadas culturales, materiales
históricos, psicológicos, ideológicos, etcétera, que presupone y contiene la
historia total- abarca un material infinitamente más amplio que el explícito en
el texto y que novelista alguno, ni aun el más profuso y caudaloso y con menos
sentido de la economía narrativa, estaría en condiciones de explayar en su
texto.
Para
subrayar este carácter inevitablemente parcial de todo discurso narrativo, el
novelista Claude Simon -quien de este modo quería ridiculizar las pretensiones
de la literatura ‘realista’ de reproducir la realidad- se valía de un ejemplo:
la descripción de una cajetilla de cigarrillos Gitanes. ¿Qué elementos debía
incluir aquella descripción para ser realista?, se preguntaba. El tamaño,
color, contenido, inscripciones, materiales de que esa envoltura consta, desde
luego. ¿Sería eso suficiente? En un sentido totalizador, de ninguna manera.
Había falta, también, para no dejar ningún dato importante fuera, que la
descripción incluyera asimismo un minucioso informe sobre los procesos
industriales que están detrás de la confección de ese paquete y de los
cigarrillos que contiene, y, por qué no, de los sistemas de distribución y
comercialización que los trasladan de productor hasta el consumidor. ¿Se habría
agotado de este modo la descripción total de la cajetilla de Gitanes? Por
supuesto que no. El consumo de cigarrillos no es un hecho aislado, resulta de
la evolución de las costumbres y la implantación de las modas, está
entrañablemente conectado con la historia social, las mitologías, las
políticas, los modos de vida de la sociedad; y, de otro lado, se trata de una
práctica -hábito o vicio- sobre la que la publicidad y la vida económica
ejercen una influencia decisiva, y que tiene unos efectos determinados sobre la
salud del fumador.
De donde no
es difícil concluir, por este camino de la demostración llevada a extremos
absurdos, que la descripción de cualquier objeto, aun el más insignificante,
alargada con un sentido totalizador, conduce pura y simplemente a esa
pretensión utópica: la descripción del universo.
De las
ficciones, podría decirse, sin duda, una cosa parecida. Que si un novelista a
la hora de contar una historia, no se impone ciertos límites (es decir, si no
se resigna a esconder ciertos datos), la historia que cuenta no tendría
principio ni fin, de alguna manera llegaría a conectarse con todas las
historias, ser aquella quimérica totalidad, el infinito universo imaginario
donde coexisten visceralmente emparentadas todas las ficciones.
Ahora bien.
Si se acepta este supuesto, que una novela -o, mejor, una ficción escrita- es
sólo un segmento de la historia total, de la que el novelista se ve fatalmente
obligado a eliminar innumerables datos por ser superfluos, prescindibles y por
estar implicados en los que sí hace explícitos, hay de todas maneras que
diferenciar aquellos datos excluidos por obvios o inútiles, de los ‘datos
escondidos’ a que me refiero en esta carta. En efecto, mis ‘datos escondidos’
no son obvios ni inútiles. Por el contrario, tienen funcionalidad, desempeñan
un papel en la trama narrativa, y es por eso que su abolición o desplazamiento
tienen efectos en la historia, provocando reverberaciones en la anécdota o los
puntos de vista.
Finalmente,
me gustaría repetirle una comparación que hice alguna vez comentando Santuario
de Faulkner. Digamos que la historia completa de una novela (aquella hecha de
datos consignados y omitidos) es un cubo. Y que, cada novela particular, una
vez eliminados de ella los datos superfluos y los omitidos deliberadamente para
obtener un determinado efecto, desprendida de ese cubo adopta una forma
determinada: ese objeto, esa escultura, reflejan la originalidad del novelista.
Su forma ha sido esculpida gracias a la ayuda de distintos instrumentos, pero
no hay duda de que uno de los más usados y valiosos para esta tarea de eliminar
ingredientes hasta que se delinea la bella y persuasiva figura que queremos, es
la del ‘dato escondido’ (si no tiene usted un nombre más bonito que darle a
este procedimiento).
El cuerpo del actor
Escrito por:
Marco Antonio de la Parra. Psiquiatra, escritor y dramaturgo chileno.
Autor de más de setenta títulos entre obras para teatro, novelas, relatos y
ensayos.El grado
cero del teatro.
El silencio,
la oscuridad, el vacío, la inmovilidad.
La sola
presencia del CUERPO del actor impone la acción.
No se mueve
y sin embargo ya algo está sucediendo.
Es un
milagro durante una décima segundo.
La luz que
recorre su CUERPO escribe la emoción imperante.
El aliento
(neffesh) sobre la materia le otorga la vida.
Anima lo
inanimado.
Si se mueve,
la inquietud puede ser aterradora o dulce o terrible o hermosa.
Si emite un
sonido, si sencillamente gime o grita o llora o tararea, la pieza ha comenzado.
Si habla
construye la segunda celda del ser humano, la palabra.
Vivimos en
el cuerpo, vivimos en las palabras.
Habitamos
nuestro cuerpo, sin cuerpo no estaríamos, sin palabra no seríamos.
Soy lo que
digo, estoy donde está mi cuerpo.
Solo puedo
hablar desde mi cuerpo y mi palabra es siempre una canción, es mi laringe
vibrando en el acento de mi tierra, son mis resonadores, mis pulmones, mi
diafragma.
Mi cuerpo
convierte el impulso de mi cerebro en habla.
Las palabras
del actor, que es un cantante, son también su cuerpo.
El
movimiento del actor, que es siempre danza, termina de construir el signo.
Doble celda,
cuerpo y palabra, doble liberación en el oficio del actor.
Liberar el
cuerpo de su saturado cúmulo de signos inconscientes es su tarea, limpiar las
palabras del ruido cotidiano y limpiar el cuerpo del lenguaje no verbal de su
tribu, su casa, su casta, su identidad.
Estamos en
el cuerpo, somos la palabra.
Sin palabras
no somos humanos.
Sin cuerpo
no somos ni estamos.
Cantantes y
bailarines, nos preguntamos por qué no se nos enseña sencillamente a cantar y a
bailar.
Es el
momento de mayor libertad del cuerpo y del alma, si es que el alma es lo que
reside en la palabra, si es que el alma existe.
El alma, eso
que se va y nos deja sencillamente convertidos en un cuerpo que está, pero que
ya no es.
El cadáver
ya no es cuerpo, es carne que se corrompe.
No se puede
actuar la muerte. Simularla mal.
El cuerpo,
milagrosamente, sigue fresco y vivo.
Envejecer es
todo lo que hace. Madurar y luego deteriorarse.
La palabra
crece y crece mientras el cuerpo y el cerebro, que también es cuerpo, la salud
como le dicen, se lo permita.
El actor
mayor, como el suscrito, no puede danzar lo que la muchacha joven.
Sin embargo,
en las palabras, puede hacerle el amor con el frenesí de un muchacho.
Se hace el
amor con el cuerpo pero también con las palabras.
La
pornografía es el encuentro de los cuerpos, mecánica ginecológica, repetición
sin besos ni nombres, democracia absoluta de los encuentros, el plomero, el
lechero, el cartero, la mucama, la novia con el camarero, todos imitan el coito
sin conflicto: anulación de la dramaturgia.
El clímax
debe ser visual o no lo es. Problemas de filmar el orgasmo femenino, siempre de
actriz. Sin embargo el momento más sublime de la pornografía.
Actores en
carne viva, las palabras mínimas, los nombres ausentes.
El erotismo,
triunfo sobre la muerte, es el encuentro de cuerpos y almas. Las palabras,
la boca, el beso, encuentran su imperio. Buscan, sin embargo el silencio del
beso, el único momento en que la boca callada es feliz.
El beso,
cuerpo puro, recoge y anula todas las palabras del mundo.
Los amantes
acumulan palabras en el chat, en el teléfono, en la distancia.
El beso
calma. Hablan con puro cuerpo. Un beso sin tocarse es más fuerte que el porno
más duro. Se besa con los ojos cerrados. Nos sumergimos en el cuerpo.
No es
posible reproducir ni el sexo ni la muerte en el teatro.
El beso
queda falso. Hay que utilizar las palabras. El beso lo sabemos exhibido y
exhibicionista, queda poco natural. Artificio, signo, señal apenas.
Vivimos
habitando las palabras, esperando el silencio feliz del cuerpo.
La
enfermedad es el cuerpo que se queja.
La
enfermedad no permite ese silencio del cuerpo que necesita el actor para
realizar su faena de vida o muerte en el escenario.
La
enfermedad no deja pensar. El dolor no deja actuar. Las palabras piden ayuda.
Necesitamos otro cuerpo, otras palabras.
El oficio
del actor, como el del lector y el del soñante, son solitarios.
Los grupos
de actores o lectores son sociedades secretas donde se permite recogerse como
en un convento.
La oración
si a algo se parece es al repaso de la letra.
El cuerpo
del actor se recoge sobre sí mismo para desaparecer convirtiéndose en
conciencia pura del personaje.
Pone su
cuerpo al servicio de otro ser, aparentemente ficticio, otras palabras que no
son suyas, una emoción que no le pertenece.
Construye
esa actitud, ese momento, con restos de memoria, otros cuerpos, otras almas (nunca
nuestro cuerpo es el mismo y está ahí la paradoja del comediante, volver a ser
el mismo cuerpo de la última función, el mismo estado espiritual, cuando
cambiamos segundo a segundo de cuerpo y de alma, de estados del cuerpo y del
alma).
Nunca nos
bañamos con el mismo cuerpo, no solamente es imposible repetir el mismo río,
como dice Heráclito.
La
repetición (así llaman los franceses al ensayo: repetition) es la consigna.
Utilizar ese cuerpo mortal y fugaz y convertirlo en muñeco, en títere, en
marioneta perfecta, inescrutable. Convertir el rostro en máscara y los
movimientos en manipulación a la vista.
Si en la
vida corriente actuamos para ocultar o decir la verdad, depende con quién
estemos siempre jugamos entre lo cierto y lo falso, si en la vida corriente
nuestra cara nos muestra pero también nos oculta y estamos siempre en un baile
de máscaras y no nos extrañe que el carnaval de rostro oculto permita aflorar
nuestro ser más auténtico y cruzar el umbral prohibido para ser lo que no
podemos ser, el otro sexo, el muerto, el bebé, el viejo, la otra raza, el
oficio imposible.
El disfraz
del carnaval libera, el del actor esclaviza al servicio de la invocación
espiritista del personaje.
Presto mi
cuerpo a un ser que ya no me importa si es ficticio o real.
Si hago de
Freud no soy Freud pero estoy en Freud y el espectador, que rinde su cuerpo en
la butaca, lo abandona como en el sueño, la lectura o el psicoanálisis, todos
momentos de la hipnosis, cumple su tarea aprovechando esa capacidad humana de
confundir lo real con lo ficticio.
El cuerpo
del espectador se abandona para que el cuerpo del actor reciba el encargo total
del gesto.
En los
espectáculos de actuación invisible el espectador se mueve. El espectáculo debe
ser tan medido que convierte el cuerpo del espectador también en máquina de
gestos sin que el espectador se percate. El cuerpo del espectador se involucra
pero su mente no. Su mirada mental viene del sitio donde se lee y se sueña y se
asocia libremente. Se deja hipnotizar aunque se mueva.
No se enseña
hipnosis en las escuelas de teatro cuando el oficio del actor es el del
hipnotizador, el mentalista.
No se enseña
espiritismo aunque el actor no sea más que un médium.
El cuerpo es
la fuente identitaria del hombre, dice David Le Breton, alguien que ha dedicado
su vida al estudio de la corporeidad, esa condición humana de ser y estar en el
cuerpo, ese es el lugar y el tiempo en que el mundo se hace carne.
El teatro,
sigue Le Breton, es el laboratorio de las pasiones, y la pasión, digo yo, es la
expresión feroz del alma a través del cuerpo.
Ninguna
emoción que nos embargue, por negativa que sea, desde el dolor hasta la risa,
deja de tener una función protectora.
El miedo nos
avisa, la rabia nos advierte, la angustia es una señal de que se necesita
pensar, el dolor nos permite saber que hemos metido los dedos en el enchufe
antes de sentir el olor a carne quemada.
El cuerpo
habla. Advierte, informa. Opera sobre la realidad, manda señales al interior
del ser. El manejo de los límites del cuerpo se salva con las palabras. El
pensamiento permite extender el cuerpo en las herramientas.
La
tecnología es un gesto profundamente humano.
No se enseña
literatura en las escuelas de teatro. No se enseña el total dominio de la
palabra.
El actor
debe cultivar su voz pero también el contenido de esa voz. Canta y debe saber
música, pero también la letra.
La
actuación, pedagogía imposible, como enseñar a soñar mejor o como la práctica
del psicoanálisis o como el relato del sueño, siempre una catástrofe, es el
momento más acabado de la manifestación de la corporeidad.
Y digo
corporeidad y no cuerpo porque cuerpo tienen todas las especies animales como
sexualidad un gran porcentaje pero erotismo y corporeidad solamente el ser
humano.
Sin el
cuerpo que nos da rostro, no tendríamos identidad.
El actor
debe dominar su cuerpo totalmente, no para inhibirlo sino para completarlo en
manifestación absoluta del ser.
Mora el ser
en el lenguaje, dice Hölderlin.
La marioneta
es el destino del actor, dice el mismo Hölderlin.
Para Platón
como para Artaud, el cuerpo es una prisión.
Para
Aristóteles, no lo dijo pero lo digo yo, el cuerpo es la unidad perfecta de
tiempo, espacio y lugar.
El
multicuerpo del actor, mega evento de la carne y del ser, excelso momento de la
existencia y de ahí lo angustiante pero también adictivo del oficio, se pone al
servicio del oficio aún más mediador entre el mundo de los vivos y los muertos
del dramaturgo y la práctica de imaginación más feroz del director de escena,
todos entregados al instante en que el espectador, que no tiene cuerpo ni
rostro (cuánto se incomodan ambos al mirarse de frente, sobre todo el
espectador pues la buena máscara actoral le restaura su cuerpo y lo saca de la
hipnosis y lo mete en el sueño y se convierte en pesadilla, la ruptura de la
cuarta pared lo despierta y lo sacude dejándolo en un estado de semi vigilia
inquietante), ese público siempre infame que busca ser seducido y se resiste y
se entrega al mismo tiempo (trabajamos como el analista sobre la resistencia y
la transferencia), esa concurrencia nos permita el contacto con el mundo otro
de donde viene el mensaje del autor.
Todo cuerpo
al servicio del ser. Toda palabra una señal del abismo del espíritu.
Todo actor
es monje, sacerdote, sacrificio corporal en pos de la mente.
Todo actor
se azota penitente, se castiga con silicios, es faquir, camina sobre las brasas
hasta no sentir el fuego.
Todo actor
busca la santidad a través del martirio.
Por eso el
actor no debe comer ni respirar más de lo necesario.
Por eso el
actor debe ser austero.
La riqueza
lo corrompe como a un cardenal renacentista.
La pobreza
nos devuelve a ser puro cuerpo. Tan solo el entrenamiento de ese cuerpo para aprender
el arte de desaparecer, el arte de morir y resucitar en escena siendo otro.
Implacable
el tour de force de estar toda la obra en escena, sin intestinos que crujan ni
catarro que estornude ni fiebre que maree, implacable el tour de forcé de
entrar y salir de escena muchas veces, yendo y viniendo de la máscara.
Oficio de
escapista el del actor. Se fuga de la prisión platónica del cuerpo, rompe con
las ataduras artaudianas de la palabra siempre inútil. Busca la total libertad
para perderla en la escena y solamente ser lo que no se es.
No hay peor
actor que el que llora de veras, dice Huidobro.
Llorar de
mentiras y llorar de verdad. Entre esas dos lágrimas está la del actor.
Lágrimas de
cocodrilo y lágrimas de éxtasis místico.
No se
enseñan las vidas de los santos de cualquier religión en las escuelas de
teatro. Algunos entregan las bases de la meditación zen. Los menos.
El actor,
religioso perdido que pasa de una fe a otra, converso permanente, tiene en su
alma, todas las revelaciones místicas de la historia de la humanidad.
El teatro
viene de las fiestas sagradas.
La comedia
de la celebración de las bodas, la tragedia de la celebración de los funerales.
Por eso
inquietan BODAS DE SANGRE o HAMLET, donde boda y tumba se encuentran.
El actor,
ser corriente y profano, debe practicar el viaje hacia lo sagrado, ya sea en su
vertiente carnavalesca, dantesca o sublime.
Su cuerpo es
el animal sacrificado, el chivo expiatorio, danza el macho cabrío su ditirambo
para luego morir en el intento.
Cuando se
sale de escena se muere. Por eso el actor necesita comer o emborracharse.
Actuar en
exceso destruye el espíritu.
Ir y venir
de la máscara es un esfuerzo descomunal.
Ir y venir
de la mística termina con la salud mental de cualquiera y no hay antidepresivo
que lo impida.
Se comprende
el precario equilibrio de la salud mental del actor.
Debe
protegerse del esfuerzo de convocar ese instante fecundo de ser el personaje a
costa o gracias a la biografía, saltando por encima de la biología, destruyendo
la percepción, el registro emocional propio del momento, sin mirar al abismo
saltar sobre él y dejar de ser para ser lo otro. No el otro, que ya sería
bastante, sino lo otro, lo santo o lo infernal, lo ominoso o numinoso, fuera de
este mundo.
No hay
término medio para el actor.
Solamente le
queda el sacrificio.
Por eso la
calistenia se parece a la tortura.
Es la
oración del cuerpo.
La danza es
ceremonia, celebración de la libertad del cuerpo, de la vida.
Tensar el
cuerpo al borde del dolor hasta que el dolor desaparezca sin delatar a nadie.
Luego,
solamente después de ese afinamiento de músculos y tendones, la danza.
Contactarse
con dioses silentes en el baile.
Resistir,
esa es la tarea del actor. Dolor, pena, rabia, la propia alegría, todo afuera,
afuera de la escena donde no cabe nada más que un cuerpo sintonizado en una
partitura corporal y emotiva perfecta.
La palabra,
encuentro de ambos hemisferios cerebrales, incendio mental, antorcha en la
boca, es el instante en que cuerpo y espíritu se manifiestan en su máxima
expresión.
No se puede
decir cualquier cosa en un escenario.
No se puede
hacer cualquier cosa en un escenario.
Todo
significa, todo es sagrado, todo es tabú.
Todo es
máscara.
Por eso
improvisar es un arte mayor, es moverse en la superficie de la relación entre
el cuerpo inerte del espectador y el cuerpo cargado del actor.
En cada
función se ve el rostro de la muerte aunque se celebre la vida en el texto.
El actor
muere cada noche.
El personaje
resucita cada noche.
El personaje
muere cada noche.
El actor
resucita cada noche.
Solamente el
oficio pulido del actor le impide morir de veras.
De ahí la
borrachera, la droga, la perdición, lo maldito del oficio.
Al
comediante no se le entierra cerca de la iglesia.
Al
comediante se le entierra de espaldas a su tierra.
Qué se ha creído
el actor, cruzar la barrera entre la vida y la muerte.
No se puede
andar muriendo y resucitando por ahí así como así.
El actor
profana lo sagrado al ir y venir del altar.
Come del pan
y bebe el vino pero luego lo escupe.
No se puede
embriagar en escena.
No se puede
actuar ebrio.
La lucidez
del actor es extrema y por eso tan dolorosa.
Su cuerpo le
debe pertenecer como nunca en la vida.
Para
prestarlo, para entregarlo, para ser y dejar de ser, para estar y luego dejar
de estar.
Al momento
del abandonar el escenario, el cuerpo del actor se asemeja al del cadáver.
Está ahí
pero ya no está el personaje.
El actor es
un asesino en serie. Cada noche mata al personaje para irse a casa y ser un
ser corriente, un cuerpo más entre la multitud.
A veces el
oficio se lo come y el glamour lo mata y el público confundido entre los
paseante lo confunde con el personaje y le gritan el nombre del otro que ya no
está y no se dan cuenta que es el cuerpo del otro, vale decir un cadáver, un
impostor porque el personaje es más verdad que el actor en la calle, el
paseante que arrastra su propia sombra contaminado de esa repetición infame
donde hasta el pestañeo es signo de otredad.
“La única
manera de conocer el cuerpo es viviéndolo”, dice Merleau-Ponty, “es decir,
tomando por mi cuenta el drama que lo atraviesa y confundirme con él”.
“Este
proceso de aprendizaje del cuerpo no se detiene jamás”, señala Le Breton.
Siempre “en alguna parte de lo inacabado” en palabras de Rilke, pone en juego
su existencia, aprende y desaprende y se desprende.
Es imposible
egresar de la carrera de actuación.
Se está
siempre aprendiendo, se está siempre conociendo y desconociendo el propio
cuerpo, las palabras que cambian, el dominio del acento.
El actor es
siempre un extranjero.
Mira desde
afuera el lenguaje y la gestualidad de los otros.
Como al
psicoanalista, le cuesta dejar su pellejo en el camerino.
Tiene que
apagar la mente, el modelo mental con que trabajó el personaje o la sesión,
tanto se parece la hora psicoanalítica a la función completa, para ser común y
corriente y perder la noción de ese cuerpo.
El actor no
puede arriesgarse a la lesión ni el accidente.
Tiene que
sangrar como si fuera de verdad. Como, no de verdad.
Extravía la
mente del espectador, horroriza, espanta, la ejecución real de la mutilación en
escena.
Moliére
muere actuando y sus compañeros lo ocultan pues la muerte como el sexo real no
puede entrar al escenario.
La enseñanza
de una técnica del cuerpo mezcla permanentemente el gesto y la palabra, su
ejemplo y su explicación. Le Breton otra vez.
El cuerpo
del maestro es el sitio de la demostración de la experiencia.
El cuerpo es
la materia prima que hay que transmutar para generar un conocimiento sobre sí
mismo capaz de cambiar la vida.
El cuerpo
del maestro de actuación está en el máximo riesgo. Va y viene y el discípulo
debe aprender ese oleaje de ser y dejar de ser, de estar y dejar de estar.
Le Breton
distingue entre maestros de la verdad y maestros del sentido. Elige al segundo,
desecha la cátedra aplastante del primero y prefiere el guía en el arte de la
metamorfosis, el arte del hambre, el arte del viaje entre el ser y la nada.
El maestro
de actuación se cansa siempre más.
De ahí que a
veces se irrite o se confunda o llegue a destiempo o haga clases interminables.
Si la actuación
es un oficio imposible, enseñarla no tiene modo de ser una realidad.
No se enseña
el talento, apenas el dominio de esos recursos innatos.
La
disciplina debe contener un sentido de vida, un ejemplo, otra vez, místico.
Se entrena
el éxtasis, el ir y venir hacia la locura absoluta.
El actor
debe padecer una personalidad múltiple y no enloquecer en el intento.
El maestro
ni digamos a todo lo que se expone.
El teatro,
dice Lee Strasberg, es la más personal de las artes; todas las otras artes se
ejercen con un material objetivo; sólo el teatro utiliza la presencia viva del
ser humano.
Cuando ya en
la vida diaria toda percepción es interpretación (ni los colores son objetivos
y dependen de la cultura cuántas palabras hay para cada color, ver nada más
cuántos términos tienen los esquimales para hablar del blanco de la nieve) y
mirar no es solo abrir los ojos (se ve lo que se sabe, decía Goethe), actuar es
interpretar en su grado máximo.
El mejor
bailarín es el que no se mueve.
Para bailar
un tango, dicen, se necesitan dos.
El actor
puede bailarlo solo y quieto.
Conjura al
cuerpo para liberarlo y ser su dueño. Lo espera aguardando su inocente entrada
al ensayo para atraparlo, liberar su esencia y manejarlo como un auriga pone la
rienda a sus caballos.
Dueño del
cuerpo, el actor intenta una tarea infinita.
El cuerpo
siempre se fuga, se lo lleva el tiempo, la salud, el amor, el hambre. Se lo
lleva la vida que es pérdida incluso en la adquisición de conocimiento, siempre
algo se va a la papelera.
Cada
sociedad al interior de su visión del mundo dibuja un saber singular sobre el
cuerpo.
Toda cultura
deviene en rito, es decir en teatro.
El teatro es
liturgia, requiere fieles y sacerdotes, requiere que el sacerdote no abuse de
los fieles y se aproveche de su poder hipnótico.
El analista
no debe aprovecharse de la transferencia y la confusión del paciente que cree
hacer el amor con su padre o su madre.
No se debe
dejar amar ni dejarse matar.
El actor
vive en esa cuerda floja entre lo real y lo imaginario.
Puede ser
asesinado, puede ser deseado.
Muere el
artista de un disparo de un admirador en el edificio Dakota en Nueva York. El
ícono confunde al fan.
La fama, esa
sonoridad griega del nombre del héroe que quiere llegar a ser pronunciado en
alta voz por la concurrencia, es peligrosa.
El actor
quiere ser un héroe. Quiere vencer en la épica cotidiana de su oficio.
El maestro
de actuación debe renunciar a su propio ejemplo heroico para conducir hacia su
propia máscara al discípulo.
Pero el
maestro también crea una transferencia, también se ve expuesto al deseo del
discípulo que es un espectador en peligro.
El maestro
de actuación está en sumo riesgo de perderse en la confusión del amor y del
odio de sus alumnos.
El maestro
de toda disciplina debe desaparecer dejando la sensación de haber aprendido de
la generosidad y del respeto.
El maestro,
como el analista, sólo puede guiar desde atrás, no puede ir delante mostrando
el camino. Apenas comentar lo logrado, apenas opinar, sugerir, interpretar.
Conozco
maestros que no entienden la evaluación.
¿Cómo se
pone nota al instante del talento?
¿Entienden
todos los alumnos lo mismo?
¿Están en el
mismo momento de evolución?
¿Pueden
compartir el mismo curso?
¿O debería
haber una sola asignatura, la única, que los reúna a todos y egresen por
madurez y no por notas?
¿Cómo se
enseña a perder el cuerpo y la cabeza para liberar el gesto y la palabra y
luego capturarlos y domesticar los lenguajes verbal y no verbal?
El actor,
ese atleta emocional según Le Breton, ejercita el músculo emotivo y trabaja voz
y movimiento hacia el dominio completo y la máxima libertad para conseguir que
su absoluta inmovilidad y silencio ya sea signo potente, poderoso.
Su susurro,
el murmullo, el sollozo.
A veces
siento que el actor nuestro grita en exceso.
Cree que debe
ser escuchado.
Olvida que
es él quien debe conducir al espectador a la escucha.
La delicada
escucha de la función teatral donde no hay segunda toma como en el cine o en la
televisión, no hay tomas falsas, un solo plano sometido a la mirada cámara del
espectador que corta, funde, recuerda o olvida, corta, interpreta siempre,
indómito.
En el teatro
kabuki no se aplaude, se grita el nombre de la escuela a la que pertenece el
actor si el espectador considera que se ha logrado la repetición perfecta de la
función original, de la primera vez.
Lo original,
en Oriente, es ir hacia el origen.
En
Occidente, es ir hacia lo nuevo, despreciando lo antiguo.
En Oriente
el autor y el actor desaparecen para convocar una primera vez anterior,
desafiando el olvido.
En Occidente
todo conspira contra lo viejo, intentando un nuevo registro, se traiciona al
autor siempre y el actor es el verdugo, el sicario, el pistolero a sueldo, el
asesino profesional.
Del texto
original que muere en la escena se espera que aflore el espíritu.
Por eso en
Occidente todas las funciones de teatro son sacrificios humanos.
El autor
primero que todos. El actor el último.
Se entrega
el corazón de la obra a los dioses si es que los hay, si es que escuchan, a ver
si el silencio de Dios se conmueve.
El actor
debe impedir a toda costa lo atrape la polisemia original de la corporeidad.
El mismo
cuerpo es el del atleta, la modelo, el obrero, la anoréxica se parece a la
desnutrida pero su sentido es otro, muy distinto.
La misma
herida puede ser la del cirujano, el asesino, el suicida, el accidentado, el
estigmatizado, el castigado, el delincuente que se corta huyendo de la policía,
la muchacha que se corta huyendo del dolor, la flagelación del verdugo es igual
a la del penitente que paga sus culpas reales o imaginarias.
El mismo
salto es el del niño que juega o el suicida al vacío o el baile o el deporte o
el atleta o la manifestación política o el mero intento de ver más allá del
muro.
¿Qué hacer
con un cuerpo tan disperso?
El sentido
convierte al cuerpo en corporeidad, todo hábito del cuerpo es histórico y
cultural.
El cuerpo es
narrado por el movimiento.
El cuerpo
narra al espíritu.
El actor
hace historia, domina cultura. Sólo algunas escuelas de teatro enseñan
antropología cultural, sociología, historia de la filosofía, mitologías
comparadas, historia de las civilizaciones.
El actor
debía ser un sabio absoluto.
Su maestro
un genio de la ignorancia, que es el fruto de saber en exceso.
Mientras más
sabes más preguntas tienes.
Cuando el
discípulo entra en contacto con el maestro, cree que el maestro sabe.
El peor
maestro es el que cree que sabe.
El buen
maestro sabe que es imposible saber, que vivimos en la carencia, en la
fragilidad, en la interrogante.
No
entendemos a cabalidad qué hacemos aquí, por qué nos levantamos de la cama sin
pegarnos un tiro al despertar, no entendemos por qué creemos en la eternidad
del amor y la seguimos buscando, sabiendo empíricamente que conoceremos el
despecho, algún lado de la traición, el olvido, el duelo y el desapego.
No sabemos
nada a cabalidad.
Y el cuerpo
actoral nos desafía a saber sin saber.
Intuir, si
es que es posible, un remoto manejo de esa piel para que la luz y el
maquillaje, presente o ausente, siempre está, esa máscara de nacimiento que
muta con la edad y permite que hagamos de Hamlet jóvenes y de Lear o Próspero
ya mayores, hagan emerger una historia que está en los orígenes de la
humanidad.
Todo
escritor es un lector.
Shakespeare
vio teatro pero escribió lo que escribió porque leyó mucho.
El actor
debería ser un lector compulsivo y voraz.
Capturar
todos los registros, defenderse de las atrofias e hipertrofias del lenguaje
cotidiano yendo y viniendo de clásicos a modernos y postmodernos y post
postmodernos que son los que estudian latín y griego de nuevo para conocer las
fuentes del conocimiento e interpretar desde la lengua muerta la posible vida
aún de Antígona o Edipo.
Tanto muerto
sobre la escena pone mal de ánimo.
El actor,
hipócrita profesional (la hypokrisis es la interpretación de la anagnosis, la
lectura, siempre los griegos, qué le vamos a hacer), debe hacer un voto de
castidad y de silencio que le permita ser el libertino o el poseído, el devoto
o el criminal.
Al artista
del cuerpo lo tienta la carne.
Al artista
mayor de la palabra lo llama la poesía pero lo tienta ser un charlatán.
Es más fácil
seguir actuando en la vida real que limpiarse en la ducha del camarín, si es
que el camarín tiene ducha.
Se actúa en
exceso, se sube al escenario y el mal actor hace siempre lo mismo, lo aterró
morir y resucitar. Actúa poniendo al personaje su personaje en lugar de
abandonar su identidad por completo. Puede divertir a las audiencias ver al
mismo haciendo de él mismo aunque diga los parlamentos de Otelo. Ven a Orson
Welles y la función es fatal pero se divierte el público al cual le gusta el
circo romano y que los leones se coman a los cristianos.
El actor
sucumbe a veces a su oficio agotador. El espectador va a ver al actor y no al
personaje. Esta relación perversa puede alimentar la taquilla.
A veces el
actor gana fama de ser un travestido consumado, la gente va a verlo desaparecer
entre bastidores y se asombra de la memoria del cuerpo y la palabra, se asombra
de la magia de la aparición en vida plena de un ser o muerto falso que sin
embargo diga verdades.
El buen
actor es un hipócrita profesional, pero magnífico y generoso.
Renuncia a
sí mismo, llega muy temprano a la función, suspende sus creencias y sus hábitos
antes de la presentación, prepara su cuerpo y su memoria, se sacude de la vida
porque debe interpretar otra vida.
Durante
algunas horas no estará sobre la tierra, no contestará el teléfono, debe jugar
(to play) con reglas implacables a ser lo que tiene que ser que es estar donde
tiene que estar.
Deja este
mundo, entra en otro.
El
espectador, ojalá, debería cumplir el mismo rito.
Durante la
función, juramentarse para desconectarse de la vigilia y entrar en un mundo más
cercano a lo onírico, el mundo tal vez auténtico, el único mundo real dejando
atrás eso que llamamos realidad y que es opaco, gris y que ojalá transite sin
dramatismos y que ojalá lo dramático ocurra solo en el teatro y que por eso lo
necesitamos, para que nos cure de la realidad de afuera y nos haga entrar en el
sentido de esas catástrofes personales o colectivas recreadas en la metáfora y
la belleza para nuestro alivio.
El actor es
un curandero, un sanador, un terapeuta.
Entrega un
servicio a la comunidad. Salva almas perdidas.
Debe cuidar
intensamente la propia.
Ha sido
designado con un dedo que viene de arriba, ojalá, los hay designados desde el
inframundo, para cumplir una tarea de limpieza espiritual.
Si hay Dios,
que los ampare.
El actor
parece divertirse. Juega pero no payasea.
Y jugar es
más estricto que trabajar.
Se nota
cuando el actor trabaja y no juega. Es más irresponsable, más leve su
compromiso, va por la paga y eso resiente la jornada.
El aplauso,
en algunas culturas no existe, es un gesto de agradecimiento.
Los
japoneses dan golpes de alma en el templo de sus antepasados.
El
espectador occidental se levanta de su silla y aplaude y hasta grita aunque
tenga el corazón en la mano.
Nada más
difícil que ese sacrificio humano en que el espectador es el chivo expiatorio.
Pero,
confesémoslo, ese es el truco final.
Muere el
actor para que muera el espectador identificado masivamente.
Esa maestría
permite al público resucitar y sacudirse de la muerte del día a día.
Termina la
función como una celebración de la vida.
Como el
triunfo sobre la muerte y la soledad. Sobre el tiempo (la muerte) y la soledad
(el espacio)
Durante
algunas horas o menos, todo ha sido belleza.
Se
sublimaron los instintos más feroces, se perdonaron y comprendieron las
traiciones, se pensó y se sintió, se citaron Brecht y Artaud y Stanislavski, se
viajó del cuerpo hacia la mente y voz y movimiento trabajaron desde el grado
cero a la plenitud máxima del teatro.
Espectador y
actor regresan a la vida.
Han visitado
el sendero hacia la muerte, han recorrido el Gran Teatro del Mundo, han reído y
si el trabajo ha sido realmente sólido, han llorado.
El actor
puede respirar hondo, regresar a su estado febril, a la calamidad del cuerpo
común, a la condición carnal. Quiere beber algo que lo aturda aunque sabe que
aturdirse no es lo mejor para su oficio. Pero lo necesita. La hiper lucidez
cansa, como la hiperventilación puede hacer perder el conocimiento.
¿Qué aprende
el actor de cada función? Que puede triunfar sobre la muerte.
Que ha
venido al mundo a algo.
La función
restaura el sentido.
Deprimido
casi no se puede actuar. El dolor mental anula el trabajo de libertad absoluta
de la actuación.
Entrenamiento
del alma, entrenamiento del cuerpo.
Oficio
demasiado serio.
El cuerpo
humano es siempre un signo que se lee.
Es historia
y el actor debe comprenderla.
Por eso el
vestuario no es disfraz sino época, cultura, otro cuerpo de otro siglo.
Y la máscara
es personaje, no ocultamiento.
El escenario
no es un baile de máscaras.
El carnaval
colinda con el teatro pero no tiene sus reglas homicidas.
Escribo
desde el lecho sintiendo la música de las palabras en mi pecho.
Conozco la
escena de mis piezas como la palma de mi mano.
Cuando he
actuado puedo recorrer por años el territorio sin mapa.
Cuando he
escrito reconozco en el actor las señas que intuía y me conmueve ver lo lejos
que llegan las palabras al hacerse cuerpo.
Escribo
desde hace diez años una obra imposible: el Tratado Nacional del Cuerpo.
Toda línea
ha sido borrada. Debería ser una composición musical, debería ser danza
cotidiana, sucesión de escenas. Me quedo con vagos bocetos, dibujos.
En el camino
escribo al azar acumulando textos que no llegan a la escena. No encuentran a su
actor, no dan con el momento, no quieren o no pueden.
El Tratado
Nacional del Cuerpo pare escritos, piezas teatrales, esta misma clase, estas
notas redactadas en un lecho acatarrado.
Con la
muerte de un maestro, Andrés Pérez, partieron borradores que sólo él podía
llevar a escena. Conversaciones sobre la religiosidad del cuerpo en la
historia.
El cuerpo de
Chile, la cueca, la cumbia, el cuerpo a tierra, el que no salta es momio, la
balacera, la tortura, la mutilación, la guitarra, el puño en alto, el signo de
la victoria, el corte al rape, el pelo hasta la cintura, el coito a la
paraguaya, el gol de chilena, el cadáver del dictador, los cuerpos lanzados al
mar con las muñecas atadas con alambre y los pies enterrados en bloques de
cemento, el paso de ganso, los pantalones bajo la cintura, el sobrepeso y la
anorexia, la bulimia y el bullyng, el intento de suicidio y el salto al vacío,
la gesticulación del orador, el ruido de sables, el corrido y la ranchera, los
desnudos del Parque Forestal, el frío del invierno, el Metro oliendo a sudor,
axila, sobaco, pata, poto, la guata, el guatón Loyola, la flaca de la esquina,
el chino, el negro, el huaso, el huevón y la huevona, las palabras con que
Chile nombra su cuerpo, choro, ganso, hueco, gañán, bacán, mino, rica, bueno,
buena, raja, pico, chucha, puta la huevada, dios nos salve, dios nos pille
confesados, está quedando la cagada, y ya lo ve y ya lo ve aquí estamos otra
vez, viva chile mierda.
Fraseo donde
la palabra se confunde con el cuerpo, escatología del ser nacional, no puedo
sino imaginar.
La obra
teatral imposible.
Los
documentos se funden en imágenes.
Necesito
convertirlos en una experiencia al estilo del Teatro de los Sentidos de Enrique
Vargas.
Busco y casi
encuentro compañeros de viaje.
Siempre a
punto.
Falta el
tiempo y el espacio y la paciencia de buscar sin saber.
Cuerpos
dispuestos a la aventura de perderse en la restauración por dolorosa que sea
del cuerpo nacional.
El Cuerpo de
Chile necesita un actor anómalo.
Lo tuve,
murió ahogado en sus vómitos.
Decía mis
textos como un poseso.
Apareció
desnudo en escena tapándose mal con una página escrita los genitales, con una
escopeta en la otra mano y la mirada perdida.
Y creí que
era Artaud que venía a encontrarme.
Y lo perdí a
Rodrigo Marquet como a Andrés Pérez, mediúms mayores, espíritus tocados por el
fuego.
Y estoy solo
en casa escribiendo para este mediodía de viernes confiando en que el tiempo
sea benigno, la salud me acompañe y pueda encontrar algún compañero o compañera
de ruta.
Y la noche
se deja caer triste.
Y el cuerpo
de este mal actor mayor se confunde y no distingue entre actor y personaje.
En cierta
ocasión, durante solo tres funciones, fui Cervantes agonizando, intentando
comunicarse con Shakespeare. De la mano de Julio Pincheira, primo en cuarto
grado, la historia es larga y aquí no cabe, hasta hablé con acento castellano y
sentí como agonizaba entonces mi padre.
Fui el
cuerpo de mi padre.
Ahora él
está muerto. Hace un año que dejó de sufrir en este mundo.
A un hermano
suyo debo el vicio del teatro.
A él la
medicina.
A mi madre
que hoy pierde la memoria, mala cosa para un actor, la pasión por el arte.
Al francés
de mi bisabuela el amor a las palabras que no entendía.
Estas líneas
le hablan a ese actor necesario para un teatro que aun no sabemos escribir.
Maestro de
generaciones, disfruto verlos estrenando.
Están cada
vez más cerca de la pieza perfecta.
Yo me siento
a ratos cada vez más lejos.
Quizás ese
sea el método.
El mismo del
actor.
La humildad
y la serenidad, la templanza y la paciencia.
Quedarme
quieto esperando el rayo del cielo.
En absoluto
silencio.
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